Queridos hermanos:
La Iglesia celebra en este día de forma conjunta tres fiestas o, si se prefiere, tres aspectos de una misma fiesta: la Presentación del Señor en el Templo, la Purificación de la Santísima Virgen María y la Candelaria o Fiesta de Simeón, que en cierto modo es lo más llamativo desde el punto de vista litúrgico por la procesión de las candelas. Los tres aspectos aparecen perfectamente explícitos en la lectura del Evangelio (Lc 2,22-40).
En los dos primeros ‒la Presentación del Señor y la Purificación de María‒, contemplamos la humildad y la obediencia de Jesús, recién nacido, y de su Santísima Madre, virtudes manifestadas en la observancia fiel de los preceptos de la Ley dada a Moisés. A raíz del Éxodo de Egipto, todo primogénito varón hebreo debía ser presentado y redimido en el Templo a los cuarenta días de su nacimiento para así quedar consagrado a Dios y la madre debía someterse al rito de la purificación (Ex 13). Pero aquí está lo sorprendente: ¡el Hijo de Dios es presentado al mismo Dios, y su Madre, exenta del pecado original y de cualquier pecado, siendo Ella toda pura, se somete obedientemente a la Ley de Dios! ¡Qué ejemplo de obediencia, de humildad, de sencillez y de pobreza!
El tercer aspecto de la fiesta de hoy incide en la profecía del anciano Simeón y en la profetisa Ana, dos personas de edad avanzada que estaban aguardando el advenimiento del Mesías. Por eso Simeón, inspirado por el Espíritu Santo, pudo exclamar las palabras que la Iglesia recita desde antiguo en el rezo de las Completas al final del día: el Nunc dimittis (Lc 2,29-32). Y en estas palabras se nos presenta a Cristo como lumen Gentium: “luz de las gentes”, “luz de las naciones”, la luz que alumbra a todos los pueblos gentiles de la tierra, además de ser la gloria de Israel, el pueblo escogido por Dios desde el principio.
¡Cuántas luces falsas y efímeras pretenden hoy iluminar el mundo y con qué facilidad sucumbimos ante ellas! El dinero que tan pronto abunda como falta, la fama que dura dos días, el poder que genera un ansia insaciable, el sexo convertido en ídolo y que es causa de múltiples esclavitudes, el internet que usado de forma inmoderada nos hace perder absurdamente el tiempo, las promesas de tantos políticos que no se cumplen, la estrella de los famosos que se apaga en breve y un largo etcétera. Todas estas luces se apagan y por lo general son incapaces de volverse a encender.
¡Sólo Cristo es la luz verdadera que alumbra a todos los hombres! Él es la luz enviada por el Padre, “irradiación esplendorosa de su gloria / de la eterna luz” (Sab 7,25; Hb 1,3). Él mismo lo ha dicho: “Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no camina en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida” (Jn 8,12). Y por eso, sólo Él puede iluminar y hacer comprender el misterio del hombre, del mundo y de Dios. Con razón dice San Juan de Ávila que “Jesucristo es vuestro con [tal] que seáis vosotros de Jesucristo (cf. 1Cor 3,22). Si sois de Jesucristo, todo es vuestro; si no, no tenéis nada. […] La vida sin Jesucristo, infierno es” (Sermón en la fiesta de la Purificación).
Y solamente Jesucristo puede ser el fundamento de la vida religiosa y consagrada. La Iglesia celebra hoy la jornada dedicada a ella y San Juan Pablo II recordó que la vida de quien se ha consagrado a Dios supone una existencia “cristiforme” (Vita consecrata, n. 14). Pero si los consagrados sustituimos a Jesucristo por otros sucedáneos, al final se nos harán insoportables la vida en comunidad, los votos religiosos y hasta el sentido mismo de una vida dedicada a Dios. Y es muy fácil buscar sucedáneos ‒a veces cosas buenas en su origen‒ con los que pretendamos llenar una vida que nosotros mismos podemos haber vaciado de contenido: nuestras propias ocupaciones cotidianas, una actividad pastoral, el estudio, un pasatiempo, el internet, las salidas externas, la amistad meramente humana de una persona, etc. Algunas de estas tentaciones se pueden presentar del modo más sutil y hasta con apariencia espiritual. ¡Y cómo nos engañan con facilidad y nos dejamos seducir poco a poco! ¡Qué gran peligro el de buscar fuera de Dios lo que sólo en Dios podemos encontrar! Ninguno podemos considerarnos exentos de peligros y mejores que los demás, porque a todos nos ataca el demonio por una u otra vía, generalmente por la que sabe que somos más vulnerables.
Es importantísimo que la persona consagrada haga diariamente un examen de conciencia en el que indague si el centro real de su vida sigue siendo Jesucristo o lo ha desplazado por algo humano. San Bernardo se preguntaba a sí mismo con frecuencia: “Bernardo, ¿a qué has venido al monasterio?”
¡Cuánta falta hacen jóvenes deseosos de entregarse por completo a Jesucristo, de consagrar sus vidas a Él, de convertirle en el centro de todo, tal como nos exhorta San Benito a los monjes: “No anteponer nada al amor de Cristo!” (RB IV, 21 y LXXII, 11). Hacen falta respuestas generosas a la llamada de Dios y superar los miedos a la vocación religiosa, sabiendo que sólo Dios llena el alma y la vida completa del ser humano, como nadie ni nada es capaz de hacerlo. ¡Qué alegría cuando un joven escucha la llamada de Jesús a dejarlo todo por Él y se lo entrega todo! ¡Cómo debemos alegrarnos y dar gracias a Dios por las jóvenes vocaciones que nuestra comunidad está recibiendo! ¡Y qué ejemplo el de una persona que ha vivido hasta el final de sus días dedicado a Dios por completo, no a medias tintas, sino con fidelidad en la observancia y sin fisuras!
Miremos, en fin, a Jesús presentado en el Templo y a su Madre, la gran consagrada a Dios, para que sean siempre nuestro modelo.