Querido Fray Carlos:
Te dispones a realizar la profesión de tus votos temporales como monje en esta fiesta de San Andrés, lo cual adquiere un significado singular, por ser la vida y la comunidad de los Apóstoles uno de los fundamentos de la vida monástica. En efecto, como San Bernardo de Claraval expuso con gran belleza, la vida monástica es a la vez una vida celestial y angélica por la guarda del celibato; es una vida profética porque busca y anuncia lo que no se ve, vive de la fe y aspira a la eternidad; y es una vida apostólica, que se gloría en el Señor, porque se ha dejado todo para seguirle y escucharle (Sermón 3 de las faenas de la cosecha).
En efecto, el relato que hemos escuchado del Evangelio de San Mateo nos ha narrado cómo Jesús llamó a los hermanos Simón Pedro y Andrés y luego a los hermanos Santiago y Juan, y ellos lo dejaron todo para seguirle (Mt 4,18-22).
Ese dejarlo todo por Cristo, según el modelo de los Apóstoles al oír su voz y verse irresistiblemente atraídos por su mirada, es lo que llevó a San Antonio Abad, el Padre de todos los monjes, a inaugurar la vida monástica en Egipto en el siglo IV, como nos lo describe San Atanasio: meditando la vocación de los Apóstoles y al escuchar en una iglesia el texto evangélico del joven rico, Antonio vendió todas sus posesiones para dar el dinero a los pobres, procuró que su hermana quedase bien atendida y él marchó a comenzar una vida solitaria de oración y penitencia (Vita Antonii, 2). Este ejemplo de los Apóstoles en la renuncia del monje a las cosas del mundo para seguir a Cristo estará presente siempre en la Tradición monástica, y así lo recoge San Basilio Magno (Grandes Reglas, 8), a quien todo el monacato oriental tiene como un referente y San Benito denomina “Nuestro Padre San Basilio” (RB LXXIII, 5).
Un verdadero “Padre del Desierto” de nuestro tiempo, el monje copto egipcio Matta el-Maskin (1919-2006), destacó que la vocación de San Antonio fue por completo una vocación según el Evangelio y sostenida poderosamente por el Espíritu Santo, de tal modo que fue un verdadero heredero del fuego santificador de Pentecostés. El Abuna o P. Matta el-Maskin, ofreciendo una visión pneumatológica de la Historia de la Iglesia, explica cómo se produjo primero la efusión del Espíritu Santo sobre la comunidad apostólica y la Iglesia primitiva, después el mismo Espíritu Santo suscitó la respuesta del despojamiento total por medio del martirio, y luego hizo surgir el monacato como renuncia diaria en la que el monje lleva su cruz cada día poniendo en práctica su fe, su esperanza y su amor a Dios (San Antonio, asceta según el Evangelio).
Pero, si el ejemplo de renunciamiento de San Andrés y de todos los Apóstoles para seguir a Cristo es uno de los fundamentos de la vida monástica, también lo es el modelo de vida de la comunidad de los Apóstoles en torno a Jesús y bajo el aliento del Espíritu Santo. Quienes hemos abrazado un estilo monacal cenobítico, de vida en comunidad, debemos mirar aquella comunidad apostólica como referente, tal como lo recordó San Juan Pablo II: “Exhorto a los consagrados y consagradas a cultivarla [la vida fraterna] con tesón, siguiendo el ejemplo de los primeros cristianos de Jerusalén, que eran asiduos en la escucha de las enseñanzas de los Apóstoles, en la oración común, en la participación en la Eucaristía, y en el compartir los bienes de la naturaleza y de la gracia (cf. Hch 2,42-47) […] para que cada comunidad se muestre como signo luminoso de la nueva Jerusalén, morada de Dios con los hombres” (Vita consecrata, n. 45).
Este clima de auténtica fraternidad en el seno de la comunidad es posible vivirlo cuando Cristo, el Maestro y el Amigo divino, ocupa el centro de nuestras relaciones, según enseña San Elredo de Rieval al dar las pautas de la verdadera amistad espiritual frente a la amistad pueril e inmadura (La amistad espiritual, II, 20-21; III, 133-134).
Querido Fray Carlos: vas a profesar los tres votos clásicos de la Tradición monástica de cuño benedictino: estabilidad, conversión de costumbres y obediencia (RB 58, 17), el segundo de los cuales conlleva la pobreza y la castidad. Quieres abrazar el seguimiento y la imitación de Cristo según el modelo de los Apóstoles y viviendo los consejos evangélicos: pobreza, obediencia y castidad. Y al hacerlo, quieres llevar a sus últimas consecuencias lo que recibiste a la hora del Bautismo, configurando tu vida con la de Cristo para alcanzar la unión con Dios.
El ejemplo de los Apóstoles es muy alentador para que puedas desarrollar este proyecto de vida: ellos no nacieron como hombres santos ni fueron perfectos seguidores de Jesucristo desde el principio. Es más, todos le abandonaron en Getsemaní. Sin embargo, el trato íntimo y cotidiano con Él fue limando sus defectos y la acción del Espíritu Santo a partir de Pentecostés los transformó en los doce recios cimientos del nuevo Israel que es la Iglesia y los condujo por el camino de la santidad. San Benito nos animará diciendo que la vida monástica, camino de salvación, se puede recorrer con dulzura de caridad a medida que se avanza (RB Pról., 45-50).
Por eso, te recuerdo la exhortación de San Gregorio Magno, el primer papa-monje: “Ya que celebramos el natalicio del apóstol San Andrés, debemos imitar a quien rendimos culto”, despreciando lo terreno para ganar lo eterno; no envidiando, sino viviendo una caridad ardiente; y todo ello con la ayuda de Nuestro Señor Jesucristo (Homilía V sobre los Evangelios). Y que por intercesión de San Andrés y de la Virgen María, Reina de los Apóstoles, el Buen Dios te conceda la santa perseverancia en el bello propósito que hoy abrazas.