Hermanos amados en el Señor: «Con vuestra paciencia salvaréis vuestras almas.» Es esta una buena noticia que nos da hoy el Señor como palabra última que ilumina todo lo que ha dicho Él en el Evangelio y lo que dicen las lecturas de este domingo, que son anuncio de un juicio sobre la maldad extendida por doquier. ¿De qué hemos de ser salvados? Del rechazo de los planes de Dios en esa gran purificación que el Señor anuncia a este mundo: una purificación que da paso al Reino de justicia y de paz. Un Reino de amor para cuya implantación en este mundo es requisito imprescindible pasar por el castigo que merece el pecado grave y reiterado hasta la saciedad que campea ufano por las plazas y calles de nuestras ciudades en nuestros días. Y eso a pesar de que las guerras habidas en el siglo veinte hayan supuesto también una catarsis que produjo sus frutos en su día. El efecto del escarmiento ha quedado ya olvidado. La deriva de la maldad ha alcanzado cotas tan altas, que el nuevo castigo ha de costar la vida de muchos y el ejercicio máximo de la paciencia en un grado comparable a la prueba que sufrieron los contemporáneos de Noé, aunque superándola en rigor. Pero aún así el Señor afirma que «ni un cabello de nuestra cabeza perecerá», pero esta sobrentendido, si Él no lo permite. Pues está claro que el Señor no desdeña que haya muchos justos que al sufrir la persecución, e incluso la muerte, obtengan la conversión de muchos tibios e indiferentes y fortalezcan a los apocados por su valiente testimonio.
San Agustín dice en uno de sus sermones sobre los Salmos que si no ponemos resistencia en su primera venida, la que tuvo lugar por su encarnación y han prolongado sus predicadores por todo el mundo enseñando a vivir como vivió Él, tampoco temeremos esta segunda venida en que de nuevo vendrá, pero a juzgar.
Mientras tanto hemos de prepararnos: este mundo pasará, no nos podemos apegar a él, porque nada quedará de él, ni el recuerdo. Sigamos el camino de nuestro Salvador, el de la cruz de nuestras limitaciones y el de la persecución que se está volviendo descaradamente agresiva de nuestros derechos y de nuestra libertad. No nos apartemos de la Luz, porque días vendrán, hermanos, que nadie sabrá dónde ir ni a quien seguir: las voces de unos y otros nos confundirán, como ya está pasando, y reinará el error y la confusión, la angustia se apoderará de nosotros, porque la Luz de Dios, el cayado de nuestro Pastor, no estará ante nosotros como ahora, y, herido el pastor de nuestras almas, el que Dios ha puesto al frente de la Iglesia, pero al que se niegan a reconocer muchos católicos de toda la vida, no lo tendremos.
Por supuesto que esto no es el fin del mundo. Dios va a establecer su Reino que pedimos todos los días en el Padre nuestro y en la Eucaristía.
Busquemos nuestra salvación y dejemos ya este mundo; no nos apeguemos a él, no pongamos nuestro corazón en él, o seremos presa fácil del diablo que anda buscando resquicios para entrar en nuestras vidas y apoderarse de nuestra alma. Digámosle: ¡NO! , siendo del Señor, fieles a su Amor. Obedezcamos su Palabra que tenemos en el Evangelio y en toda la Sagrada Escritura, con su interpretación en el Catecismo de la Iglesia, que en ello nos va nuestra salvación.
Un día nos encontraremos con el Señor y seremos felices y gozaremos de su Amor, pero antes debemos sufrir por nuestros propios pecados y para la salvación de todos los que se abran al amor de Dios.
¡Qué suerte hermanos es poder participar cada día en la Eucaristía!, pues a pesar de ser tantos nuestros pecados, esa comunión sacramental hecha en gracia de Dios, a la que el Señor nos invita, es una participación en su sacrificio y en la reparación de los pecados de los hombres. La obra que más desagravia al Señor es precisamente la comunión sacramental. Y no depende de lo que nosotros sintamos. Nuestra participación es acudir a la Eucaristía y participar de la mejor manera, sin distracciones consentidas, sin hablar con nadie, desde el principio al fin, sin recortarla por llegar tarde o irnos antes a otras cosas, y ante todo en gracia de Dios. La reparación por los pecados no es obra nuestra, es obra de Dios, pero esa participación cuidada por nuestra parte es imprescindible.
Esperemos con gozo esta venida del Señor, este momento culminante de la inhabitación de las tres divinas Personas en nuestras almas en la comunión, y aceptemos los planes de Dios, que difieren mucho de los nuestros evidentemente, puesto que Él nos asegura que va a estar con nosotros, junto con su Madre, todos los días de nuestra vida. No nos soltemos de su mano perseverando en recibirle en sus sacramentos
Hermanos hoy es el día dedicado a los pobres, así lo ha establecido el Papa Francisco. Hemos hablado de estar con el Señor por medio de la oración y los sacramentos, pero se entiende que no sería fructuosa nuestra comunión sacramental si uno se niega a socorrer a los más necesitados. Jesús en la última Cena en la que instituyó la Eucaristía la precedió del lavatorio de pies y él mismo se ciñó para LAVARLOS, dándonos ese ejemplo y advertencia de que no se pueden separar Eucaristía y servicio, la presencia de Cristo en su Cuerpo y Sangre sacramental y presencia de Cristo en los más pobres. El papa Francisco es muy sensible a esta enseñanza de Cristo tan central en el Evangelio. Y tenemos que agradecerle nos lo recuerde tan vivamente.