En eta ocasión, en la Escolanía, hemos realizado un vídeo musical, un cover de la canción japonesa Kamado Tanjiro no uta, grabado además en su idioma original.
Los tres alumnos que aparecen en él (Leonardo, Telmo y Jesús) han tenido que trabajar muchísimo para sacarlo adelante (empezando por practicar el acento japonés, transcribir y hacer ajustes en las partituras, etc.)
Réplica del Valle de los Caídos en Filipinas
Monumento de homenaje a los caídos en la II Guerra Mundial. En los folletos turísticos se explica que el santuario se construyó entre 1967 y 1970 tomando como modelo la Cruz del Valle de los Caídos, cuya altura es el doble que la de la Cruz filipina. Se encuentra en el Monte Samat, conocido como “Colina del Valor”, en la ciudad de Pilar, en la provincia de Bataán. Se construyó para conmemorar la “Marcha de la Muerte”, una marcha forzada de unos 76.000 prisioneros filipinos y estadounidenses que fueron capturados por los japoneses en Filipinas, en abril de 1942, durante la II Guerra Mundial. Muchos de ellos murieron por el camino debido a los malos tratos de que fueron objeto. Se alza sobre un altar y una explanada.
Hispania
Comentario de Hipanic Indio:
“Soy de Filipinas. Este monumento está ciertamente inspirado por el Valle de los Caídos, y la Cruz es ciertamente un testimonio de la fe católica del pueblo filipino. Pero el bajorrelieve refleja la historia antiespañola, de hecho se puede ver en el minuto 2:53 cómo Magallanes es pisoteado por Lapulapu; lo que nunca ocurrió en nuestra historia pero que se sigue enseñando sistemáticamente en nuestras escuelas. es necesario reforzar el movimiento de la hispanidad en Filipinas, para salvar a nuestro pueblo de la confusión sobre su historia, identidad y cultura.”
VIGILIA PASCUAL
VIGILIA PASCUAL – B (2021)
Queridos hermanos:
Acabamos de escuchar en el Evangelio (Mc 16,1-7) el gran anuncio que el ángel realizó a las santas mujeres en el Sepulcro: “Ha resucitado”. Es la afirmación que define esencialmente nuestra fe, porque la Resurrección de Cristo es una verdad fundamental del dogma católico e incluso de toda confesión cristiana que se precie de serlo. No fue una sugestión colectiva de los Apóstoles y de los otros discípulos ni una presencia simplemente espiritual entre ellos, como algunos teólogos protestantes y católicos infectados por el virus del racionalismo han pretendido y todavía pretenden enseñar. La Resurrección de Cristo es un hecho real, verdadero, acontecido en un momento histórico y que al mismo tiempo trasciende la Historia, como nos recuerda el Catecismo de la Iglesia Católica (nn. 639, 647 y 656).
Al morir en la Cruz, el cuerpo de Jesucristo fue luego depositado en el sepulcro sin llegar a corromperse. Y su alma humana –pues Jesucristo es verdadero hombre y como tal disponía y dispone de auténtico cuerpo humano y auténtica alma humana– “descendió a los infiernos”, como afirmamos en el Credo: es decir, quiso compartir la suerte de los santos del Antiguo Testamento en el Limbo de los Justos o Seno de Abraham, donde fue a rescatarlos para, en el momento de la Resurrección, llevarlos al Cielo, a la gloria eterna definitiva junto al Padre.
El cuerpo de Jesucristo realmente resucitó al reunirse con él su alma por el poder divino del Padre y de la propia persona del Verbo, del Hijo, la segunda persona de la Santísima Trinidad, pues la persona divina del Hijo es la que ha asumido esta naturaleza humana completa y verdadera. Por lo tanto, Jesucristo realmente salió del sepulcro y se apareció en los días siguientes con un cuerpo glorioso a las santas mujeres, a los Apóstoles y a otros discípulos.
Si los Apóstoles y los otros primeros discípulos de Jesús hubieran querido inventar la historia de su Resurrección, no lo habrían podido hacer peor. En los Evangelios se refleja su estupefacción y hasta su incredulidad. No creen la noticia hasta que comprueban por sí mismos que es verdad. En el relato que acabamos de escuchar, las santas mujeres iban convencidas de ir a embalsamar a un muerto, no tenían la idea de ir a ver si había resucitado. Por lo tanto, no es posible decir que se trate de un relato inventado por los primeros discípulos para superar el golpe psicológico ocasionado entre ellos por la Muerte de Jesús. La actitud aterrada y escéptica de las santas mujeres, de los Apóstoles y de los otros primeros discípulos, es una de las pruebas más evidentes de la verdad de la Resurrección.
La Resurrección de Cristo es su victoria como auténtico Mesías Salvador. Demuestra que es verdadero Dios y verdadero hombre y por eso es capaz de recuperar la vida. Y la Resurrección de Cristo nos conduce a andar en una vida nueva, según nos ha dicho San Pablo en la carta a los Romanos (Rom 6,3-11): “Si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con Él”.
El relato de la Creación que hemos escuchado del Génesis (Gn 1,1-31; 2,1-2) nos pone ante la evidencia de que la Resurrección de Cristo supone un perfeccionamiento de la primera creación e incluso una nueva creación. Con la Resurrección de su Hijo, Dios ha obrado una nueva creación del hombre, ha realizado la recreación del hombre, ha elevado aún más la dignidad del hombre, nos ha propuesto el modelo del “hombre nuevo” del que habla San Pablo en varias cartas (así, Ef 4,22-25; Col 3,9-10) y que culminará con la resurrección del cuerpo al final de los tiempos y la gloria eterna. Por el Bautismo, como nos enseña San Pablo, somos sepultados y renacidos con Cristo por su muerte y Resurrección.
Por otra parte, el relato de la salida de Egipto tomado del libro del Éxodo (Ex 14,15-15,1) nos hace entender que la Resurrección de Cristo supone la liberación verdadera del nuevo Israel, del nuevo pueblo de Dios, que es la Iglesia. Mediante su muerte y su Resurrección gloriosa, Cristo nos ha rescatado de la esclavitud del demonio, del pecado y de la muerte.
En fin, demos gracias a Cristo por su obra redentora, por su muerte y su Resurrección, y vivamos la alegría pascual, que es propia del cristiano consciente de la victoria de Cristo. Que esta alegría pascual nos transforme interiormente como les acabaría sucediendo a las santas mujeres, a los Apóstoles y a todos los discípulos. Vivamos esta alegría con María Santísima, la Madre del Redentor, que mantuvo la fe y la esperanza en su Resurrección cuando todos vacilaban.
A todos, feliz Pascua de Resurrección.
VIERNES SANTO
VIERNES SANTO – 2021
CELEBRACIÓN DE LA PASIÓN DEL SEÑOR
Queridos hermanos:
La profecía de Isaías nos ha puesto ante los ojos lo que iba a sufrir por nosotros el Mesías Redentor, el Siervo sufriente de Dios (Is 52,13-53,12): “Él soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores […]. Nuestro castigo saludable vino sobre Él, sus cicatrices nos curaron. […] El Señor cargó sobre Él todos nuestros crímenes” y entregó “su vida como expiación”.
En Jesucristo se cumplió al pie de la letra todo lo profetizado en el Antiguo Testamento acerca de nuestra redención. No se trataba de un Mesías político o guerrero, sino del mismo Hijo de Dios encarnado para ofrecer su vida al Padre celestial en sacrificio de inmolación por nuestros pecados, alcanzándonos así la misericordia divina y ser hechos hijos adoptivos de Dios derramando sobre nosotros el Espíritu Santo.
Por eso, como ha afirmado la Carta a los Hebreos (Hb 4,14-16;5,7-9), Él es el Sumo Sacerdote que se ha compadecido de nuestras flaquezas y ha sido probado en todo, igual que nosotros, excepto en el pecado, de tal modo que ha dado satisfacción por nuestros pecados y se ha convertido así en autor de salvación eterna.
La Pasión y la Muerte de Jesús era la satisfacción que el Hijo de Dios había de ofrecer al Padre para reparar la falta del hombre. El pecado es una injuria contra el honor de Dios, porque es negarle el honor debido, y hasta que no se le devuelve tal honor se permanece en la culpa. Y como consecuencia del pecado original, que fue un pecado que afectaba a toda la naturaleza humana, se hacía necesaria una satisfacción oportuna. Tal satisfacción no podía darla más que Dios mismo, pero a la vez no podía hacerla más que un hombre; por lo tanto, Dios dispuso algo que desborda los cálculos y las posibilidades mismas del hombre: dispuso la Encarnación de su Hijo, el Verbo, Jesucristo, para que, como Dios y como Hombre, pudiera dar a Dios cumplida satisfacción por el pecado.
Pero este sentido de la satisfacción de la deuda debida no excluye, ni mucho menos, la razón más profunda de la Encarnación y de la Redención a través de la Pasión, la Muerte y la Resurrección del Hijo de Dios: esa razón profunda, que revela la entraña más íntima de Dios, es su Amor infinito y misericordioso, por el que ha querido realizar de este modo el rescate del hombre.
En efecto, Dios creó al hombre para que pudiera gozar de Él mismo, el Sumo Bien, el Bien infinito y eterno. Y para que su obra creadora no quedara frustrada por el efecto del pecado libremente cometido por el hombre, Dios, en su Sabiduría y en su Amor infinitos, ha querido realizar así la Salvación del hombre, sobrepasando con su gracia la gravedad del pecado del hombre. Si Dios ha redimido al hombre por medio de la Encarnación, Pasión, Muerte y Resurrección de su Hijo, lo ha hecho por amor al hombre y para elevarlo a la bienaventuranza eterna.
La redención obrada por la Pasión y Muerte de Cristo en la Cruz supone la expresión máxima del amor, como Él mismo ha dicho: “nadie tiene amor más grande que el que da su vida por sus amigos” (Jn 15,13). También San Pablo lo ha expresado con claridad: Cristo “me amó y se entregó por mí” (Gál 2,20). Y lo que dice San Pablo de sí, lo debemos aplicar a cada uno de nosotros. La Pasión de Cristo no sólo nos ha redimido a los hombres en conjunto, sino que me ha redimido a mí, a cada uno de nosotros. Tenemos que meditar esto y decirnos esto frecuentemente cada uno, y muy especialmente en estos días: Cristo ha muerto por amor a mí; me ha amado hasta el extremo dando su vida por mí (cf. Jn 13,1). Así, de verdad, podemos comprender que sus cicatrices no sólo curaron a la humanidad en su conjunto, sino a cada hombre y a mí mismo.
Al pie de la Cruz, con María, tratemos de contemplar a Jesús, viendo en Él a nuestro Redentor, a mi Redentor, y acompañémosle hasta el Sepulcro para resucitar con Él a una nueva vida de gracia, siguiendo los pasos de María, que permaneció en la esperanza de su Resurrección. Ella, que ha sido asociada por su Hijo como primera colaboradora en la obra de la Redención, es así la Corredentora que en todo ha obedecido a Dios y le ha ofrecido sus sufrimientos maternales para el bien de la humanidad.
En estos días del Triduo Sacro, por concesión de la Santa Sede a esta Basílica, se puede ganar indulgencia plenaria con las debidas condiciones de aversión al pecado, confesión con absolución individual, comunión eucarística y oración por el Papa.
Por otra parte y como todos los años, la colecta de hoy va destinada a los cristianos de Tierra Santa.
JUEVES SANTO
JUEVES SANTO (2021)
MISA VESPERTINA DE LA CENA DEL SEÑOR
Queridos hermanos:
Un clásico dicho popular decía que el de hoy es uno de los tres jueves del año que relucen como el sol o más que él. Ciertamente, la celebración de esta tarde es una de las más importantes del año litúrgico, en la que revivimos conjuntamente tres acontecimientos de primer orden en la vida de la Iglesia: la institución de la Eucaristía, la institución del sacerdocio ministerial y el día del amor fraterno. Los tres se hallan estrechamente unidos entre sí y beben de la misma fuente, que es el Corazón Sacerdotal y Eucarístico de Jesús, el cual se dispone a entregarse al Supremo Sacrificio de la Cruz por nuestra Redención.
La institución del Santísimo Sacramento de la Eucaristía en la Última Cena supone un verdadero anticipo de su Pasión, porque el Sacrificio único de Cristo supera las coordenadas de tiempo y espacio. Cada vez que se celebra la Santa Misa, asistimos verdaderamente a él, así como a su Resurrección y a su Ascensión. Por eso San Ireneo de Lyon dijo en el siglo II que es el compendio y la suma de nuestra fe; y el Papa Juan Pablo II, en la encíclica Ecclesia de Eucharistia (2003), nos recordó que “la Iglesia vive de la Eucaristía” y “encierra en síntesis el núcleo del misterio de la Iglesia” (n. 1).
¡Cuánta reverencia, adoración y amor merece este Santísimo Sacramento, queridos hermanos! ¡Cómo debiéramos extasiarnos ante él! ¡Cuánto debiéramos adorarlo y pasar tiempo con Jesús Sacramentado, recibiendo de Él, Hostia Santa que se inmola por nosotros, toda la gracia que necesitamos para nuestra vida espiritual! ¡Y qué dolor pensar cómo es tratado hoy tantas veces con tan poca reverencia, con tanta falta de delicadeza, con tan poco amor! ¡Él es el verdadero Médico de los cuerpos y de las almas y parece que hoy temiéramos contagiarnos a través de él! ¡Cuando lo único de que nos puede contagiar es de su amor infinito y redentor, el mismo amor que le ha llevado a la Cruz para salvarnos!
En la Última Cena, juntamente con la Sagrada Eucaristía, Jesús instituyó el sacramento del sacerdocio ministerial, aquel por el que precisamente es posible la renovación del sacrificio eucarístico en la vida de la Iglesia y la difusión de la gracia sacramental entre los fieles. El sacerdote participa del sacerdocio supremo y único de Cristo y debe, por tanto, configurarse de lleno con Cristo, hacerse uno con Él, ser “otro Cristo”, como dijera el Papa Pío XI (Ad catholici sacerdotii, n. 30), viviendo como San Pablo “crucificado con Cristo”, porque realmente es ya Cristo quien vive en él (Gál 2,19-20).
Como afirmó San Juan de Ávila, “el sacerdote en el altar representa en la Misa a Jesucristo nuestro Señor, principal sacerdote y fuente de nuestro sacerdocio; y es mucha razón que quien le imita en el oficio, lo imite” (Tratado sobre el sacerdocio, n. 10), motivo por el cual el mismo santo Doctor se dolía, haciendo una tremenda pregunta que a los sacerdotes nos debiera interpelar y casi estremecer: “¿Por qué los sacerdotes no son santos?” (Plática para un sínodo diocesano de Córdoba en 1563). ¡Qué deber tenemos, queridos hermanos, de ser santos y ayudar a los fieles a santificarse! ¡Qué responsabilidad tan grande recae sobre nosotros! Es hoy muy necesario rezar por la fe y la santidad de los sacerdotes.
En relación con la Eucaristía y con el sacerdocio ministerial de Jesús, también celebramos hoy el día del amor fraterno. En la Última Cena, Jesús nos dio el gran mandamiento del amor: “Amaos los unos a los otros como Yo os he amado” (Jn 15,12.17). Y en el lavatorio de los pies (Jn 13,1-15), que tristemente este año no se realizará por las condiciones establecidas por la autoridad eclesiástica para las celebraciones de la Semana Santa, Jesús nos dio un ejemplo de amor, de humildad y de servicio.
El amor fraterno nace del amor de Dios. La caridad, el amor en grado sumo, es la tercera y la más importante de las tres virtudes teologales, como nos ha dicho San Pablo (1Co 13,13). Es la única de estas virtudes que permanecerá en la eternidad y de la que principalmente se nos juzgará; como decía San Juan de la Cruz, “al final de la vida te examinarán del amor”.
Que María Santísima, la gran contemplativa que conservaba y meditaba todos los misterios de su Hijo en lo íntimo de su Corazón Inmaculado (Lc 2,19.51), nos ayude a vivir intensamente el Jueves Santo y todo este Triduo Pascual.
Precisamente, en estos días del Triduo Sacro se puede ganar indulgencia plenaria en esta Basílica con las debidas condiciones de aversión al pecado, confesión con absolución individual, comunión eucarística y oración por el Papa.
DOMINGO DE RAMOS
DOMINGO DE RAMOS – B (2021)
(Texto del Evangelio de San Marcos)
Queridos hermanos:
El Domingo de Ramos nos abre la puerta de la semana más grande del año litúrgico, en la que contemplamos el amor infinito de Dios en la forma en que ha obrado la Redención del hombre. La Semana Santa nos descubre un amor que lo ha dado todo: Dios nos ha entregado a su Hijo Unigénito (Jn 3,16-17) y Éste mismo nos ha amado hasta el extremo (Jn 13,1), entregándose voluntariamente a la muerte más cruel para devolvernos la vida.
La Pasión de Cristo es su aparente derrota al sucumbir a manos de los hombres y, sin embargo, es su verdadera victoria, porque con su Muerte por amor y con la culminación en la Resurrección se ha obrado nuestra Salvación. La Resurrección de Cristo será su triunfo sobre el demonio, sobre el pecado y sobre la muerte; será la victoria que nos devuelva la gracia perdida y nos conduzca a la vida eterna y a la contemplación del supremo misterio de amor: el amor existente entre las tres divinas personas de la Santísima Trinidad. La Cruz se convierte así en símbolo de vida, señal de honor y anuncio de gloria: Cristo vence en la Cruz.
Aunque este año no hemos podido celebrar la procesión de los Ramos, de tan grande valor litúrgico y de tanta solemnidad y belleza en esta Basílica, al menos debemos tener presente que hoy rememoramos la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén, recibido como el Mesías esperado, en cumplimiento de las profecías del Antiguo Testamento y alabado por el canto de los niños hebreos en honor del Hijo de David.
Acabamos de escuchar el canto de la Pasión de Aquel que, tan sólo unos días después de haber sido así aclamado, es condenado a muerte y, muchos de los que lo habían recibido con honores, manipulados ahora, exigen que se le crucifique. Pero esto también se hace cumpliendo lo que habían anunciado los profetas y por eso en la primera lectura se nos ha leído un texto de Isaías que recoge lo más esencial de la profecía del Siervo de Yahveh, el Siervo de Dios que con su sufrimiento redime al pueblo de Israel y al mundo entero (Is 50,4-7).
La Pasión de Cristo, además de ser la fuente de nuestra salvación, es también fuente de consuelo, especialmente en los momentos de dolor y sufrimiento, y en ella encontramos a Cristo como el modelo de todas las virtudes. En la carta de San Pablo a los Filipenses lo hemos visto como modelo de abajamiento, de despojamiento de sí mismo, de humildad (Flp 2,6-11). La angustia que a veces podemos experimentar ante las dificultades, la experimentó Cristo en el Huerto de los Olivos y en la Cruz, donde en su naturaleza humana sintió el silencio de Dios, hasta el punto de que hizo suyo el salmo 21 que ha cantado el salmista y que el evangelista recoge en sus primeras palabras incluso en arameo: “Eloí, Eloí, lamá sabactaní” (“Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?).
Nunca deberíamos perder de vista que la Pasión de Cristo se realiza de nuevo, ahora de forma incruenta, cada vez que se celebra la Santa Misa. Por eso no existe nada igual al Santo Sacrificio de la Misa sobre la faz de la tierra. De ahí que una vivencia auténtica de la Semana Santa deba animarnos a la asistencia a la Misa dominical a lo largo del año ‒y mejor aún si es más frecuente e incluso diaria‒ y a una vida de oración y de búsqueda de Dios.
En fin, meditemos los misterios de la Semana Santa junto a María, que permaneció fiel al pie de la Cruz de su Hijo, lo sostuvo luego muerto en sus brazos y esperó con fe serena su Resurrección, colaborando así de forma subordinada a Él pero activa en la Redención del género humano, motivo por el que Papas como Pío XI y Juan Pablo II la denominaron “Corredentora” y Pío XII y Pablo VI “Socia del Redentor” o “asociada al Redentor”.
A este respecto, quisiera aclarar unas palabras del Papa Francisco que esta semana han causado confusión y turbación entre los fieles cuando ha dicho que María no es Corredentora, lo cual parece contradecir lo afirmado por los Papas anteriores. En sentido estricto, Cristo es el único Mediador y Redentor, como enseñan San Pedro y San Pablo (Hch 4,12; 1Tim 2,5) y, si al hablar de corredención se entendiese en grado de igualdad a este Redentor único, eso sería efectivamente incorrecto.
Ahora bien, como también enseña San Pablo, Cristo nos invita a participar en su Pasión ofreciendo nuestros padecimientos y asociándonos así a su obra redentora (Col 1,24). En este sentido subordinado a Cristo al acoger su invitación a participar en su obra redentora, es en el que los Papas anteriores y tantos santos y buenos teólogos han afirmado que María es verdadera Corredentora, y también nosotros en grado menor a Ella. Todos hemos sido redimidos por la Sangre de Cristo, y María la primera, pero en su caso quedando preservada del pecado original (la Inmaculada Concepción) en atención a los méritos redentores de su Hijo. Y también Ella ha sido la primera y principal colaboradora en la obra de la Redención de Cristo, porque gracias a su “fiat” nos vino el Salvador y Ella estuvo asociada a su Pasión sufriendo una auténtica Compasión. Por eso María, en este sentido, es verdadera Corredentora.
Que Ella nos lleve a participar también de la Pasión de Cristo para alcanzar la gloria con Él.