Queridos hermanos: la oración es el arma más maravillosa y poderosa de todo cristiano. Un cristiano que ora hace temblar a todos los demonios y enemigos de Dios. Pero el Evangelio de hoy deja abierta una pregunta inquietante para todos nosotros: “Cuando venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?”. Porque no sabemos cuándo, pero no nos quepa ni la más mínima duda de que, como se ha proclamado en la segunda lectura, “Cristo Jesús ha de juzgar a vivos y muertos”.
Si no encontramos el sentido de la oración y esta no pasa a ser el alimento de nuestra fe, acabaremos convirtiéndonos en una ONG. ¿Qué hemos hecho con la oración? ¿Rezamos hoy como se hacía hace tan solo 15, 20 o 50 años? ¿No han cambiado vertiginosamente nuestras costumbres y no precisamente en la dirección correcta? Ya no se respeta el silencio ni el decoro en el vestir en las iglesias. Muchas personas, cuando entran, ya no se arrodillan ante el Santísimo. Se quejan si el sacerdote se alarga en la misa unos minutos más que otro que predica más brevemente o que celebra más rápidamente. La mayoría de los fieles, cuando comulgan, no hacen siquiera un gesto de reverencia que manifieste su fe en la presencia viva de Jesucristo en la eucaristía y muchos se acercan sin la modestia ni la vestimenta adecuadas. Estos y otros muchos cambios, que no son de poca monta, significan que a nivel social nuestra fe se ha debilitado de forma alarmante.
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“La Sagrada Escritura nos puede dar”, nos dice hoy a través de la carta de S. Pablo a Timoteo, “la sabiduría que por la fe en Cristo Jesús conduce a la salvación”. Si volvemos al Señor, nuestros ojos serán capaces de recuperar la luz necesaria para retomar el camino que lleva a la salvación; de lo contrario, nuestra única alternativa es la perdición y la muerte eterna. Esta palabra de vida “nos enseña, nos reprende, para corregir, para educar en la virtud: y así el hombre de Dios estará equipado para toda obra buena”.
El Señor no niega su ayuda a nadie que le invoque cuando pide la salvación y busca la luz para su alma. “El auxilio me viene del Señor, que hizo el cielo y la tierra”, ha proclamado el cantor en el salmo responsorial. El Evangelio nos ha dado también una pista importante proclamada por el Señor: “Pues Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos que le gritan día y noche?”. Esta búsqueda del sentido de la vida y de la salvación debe ser nuestra súplica constante: imitemos a esa mujer tan insistente, pero no para perseguir tantas mundanidades que nos atraen. Eso significaría que lo queremos de verdad, que es para nosotros el bien supremo que engloba todos los demás, por el que seríamos capaces de perder todos los otros bienes con tal de permanecer en amistad con Dios.
Si no tenemos esa fe, la debemos pedir y si nos vemos sin fuerza para poner a Dios por encima de todo, acudamos a la eucaristía para no pedir ninguna otra cosa que la salvación para todos para nosotros y para todo el mundo. La eucaristía es fuente y culmen de la vida cristiana, es la ocasión de centrarnos en lo esencial. Tratemos de vivir cada eucaristía como el epicentro de nuestra vida y anticipo de la vida celestial y así alcanzaremos la vida eterna. En algunas sacristías todavía cuelga este cuadro: “Sacerdote, celebra tu misa como si fuera tu primera misa, como si fuera tu última misa, como si fuera tu única misa”. Aunque la frase está dirigida a los sacerdotes, es plenamente aplicable a todo fiel participante en la eucaristía. Acudamos con frecuencia al sacramento de la reconciliación, para comulgar con las debidas disposiciones, porque quien come de este pan tiene vida eterna.
Todo ello debe ser motivo de nuestra profunda reflexión, especialmente en el día de hoy, en el que se canoniza en Roma al obispo de Málaga y Palencia, Manuel González, apóstol de los sagrarios abandonados y fundador de la Unión Eucarística Reparadora. Él no se limitó a pasar largas horas ante el sagrario, sino que desplegó una amplísima labor caritativa y educativa. Como ejemplo, cuando se le nombró obispo auxiliar, organizó un banquete multitudinario al que no invitó a las autoridades, sino a tres mil niños pobres que le acompañaron al palacio episcopal. Hoy también se canoniza a José Luis Sánchez del Río, mártir del régimen de Plutarco Elías Calles, el más radicalmente anticlerical en la historia de México. A las objeciones de su madre para que se uniera a los cristeros, el niño cristero respondía: “Mamá, nunca ha sido tan fácil como ahora ir al paraíso”. Fue encarcelado en el bautisterio donde había sido bautizado 14 años antes. La parroquia había sido transformada en cárcel de católicos y en caballeriza del ejército gubernamental y el presbiterio y el sagrario en gallinero, propiedad del jefe político de la región, por lo que el desde hoy santo mató a los gallos de pelea, sin miedo a la amenazas de muerte de aquel jefe, que había sido su padrino de primera comunión. Sus verdugos le cortaron la piel de las plantas de los pies y le obligaron a caminar sobre granos grandes de sal rumbo al cementerio. Le ofrecieron perdonarle la vida si gritaba “muera Cristo Rey”, pero él gritó “Viva Cristo Rey y Santa María de Guadalupe”. Ante su tumba fue martirizado a sangre fría en un ritual elaborado. Fue víctima de una sangrienta y legalizada persecución religiosa, como se ve en la película Cristiada. Pidamos a este valioso intercesor que oremos sin desánimos. Encomendemos esta intención a Ntra. Sra. del Valle. Que así sea.