Queridos hermanos, muy especialmente vosotros, peregrinos portugueses, que todos los meses participáis en nuestra celebración: la Palabra de Dios que se nos ha proclamado, seleccionada por la Iglesia para nosotros, es alimento para nuestra vida, es el aliento que Dios nos ofrece para caminar en este mundo con una meta segura, sabiendo dónde nos dirigimos y las dificultades que nos esperan en cada encrucijada de la vida. Sin esta orientación divina, andaríamos errantes de un lado para otro y dañándonos a nosotros mismos, como sucede a tanta gente que no la conoce o que la rechaza y que acaba perjudicándose a sí misma con lo que piensa que va a ser su placer y su felicidad.
Las lecturas de hoy aparentemente carecen de conexión lógica y sin embargo hay un diálogo, una pregunta y respuesta entre ellas. En el libro de la Sabiduría el autor sagrado se pregunta cómo conocer la voluntad de Dios. El evangelio nos ofrece una respuesta desconcertante: Dios quiere posponer lo más querido para nosotros, nuestros padres y familiares más cercanos y que hasta la negación de uno mismo sea el centro de su vida. Continúa diciendo que es preciso cargar con la cruz y seguir a Jesús. La exigencia va subiendo de tono hasta concluir con un lapidario: “el que no renuncia a todos sus bienes, no puede ser discípulo mío”. Estos bienes van mucho más allá de las personas y comprenden riquezas, comodidades, prestigio, fama, curriculum y todo tipo de placeres y satisfacciones, incluso los más legítimos.
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El único alivio que encuentra uno en estas palabras es que esa cruz hay que llevarla detrás de Jesús, con Jesús al lado, que no se va a separar de nosotros si queremos caminar junto a Él, además de que concede el honroso título de discípulo suyo a quien quiera seguirle. Ese reconocimiento que ofrece Jesús de ser uno de sus discípulos y esa inmediatez de trato con Él es lo único que hace asequibles estas palabras. La prueba de su poder de convicción es la legión de santos que han convertido en lema de su vida estas palabras o similares, por ejemplo, Sta. Teresa de Calcuta, hoy canonizada.
Pero todavía quedan en nosotros ciertas preguntas ante las exigencias tan desconcertantes de Jesús. Ahora dirigimos la pregunta al libro de la Sabiduría por ver si allí hay algo que esclarezca el designio de Dios que encontramos en el evangelio. Después de dejar bien claro lo vanos que son los esfuerzos puramente humanos, acaba diciendo que es posible al menos aceptar el plan divino si Dios envía su santo Espíritu desde el cielo. En este momento de la revelación del Antiguo Testamento, no se dice que ese santo Espíritu sea una persona divina, pero va preparando el camino a la revelación completa de Jesús. Nos vemos respondidos en nuestra inquietud: tenemos que pedir al Espíritu Santo que nos haga comprender lo que no comprendemos, al menos adaptado a nuestra capacidad, en la medida básica para ponernos en marcha, para aceptar la cruz sin dudas ni repugnancias.
Una de las gracias del sacramento de la reconciliación o penitencia recibido con regularidad es que nos ayuda a combatir nuestros defectos habituales, que se resisten a cargar con la cruz y nos proporciona una presencia más viva del Espíritu Santo, que nos impulsa a tomar la voluntad de Dios como meta de nuestra vida. En este año de la misericordia no deberíamos desaprovechar las ventajas de abrirnos a este gran medio de santificación. Nos ayudaría a llevar bien nuestra cruz y a comprender el valor de la misma en nuestra vida, a no rebelarnos contra el Señor por cargar con esa montaña inaccesible para nosotros. Es la solución de lo que suele ser un conflicto espiritual, no resuelto en muchos casos por falta de aprecio y formación adecuada sobre este sacramento.
La Eucaristía no puede comprenderse en su profundidad si se la priva del sacramento de la reconciliación. La frecuencia en recibir con fruto la Eucaristía exige una pureza que solo puede proporcionar la gracia de Dios a través de dicho sacramento. Aun cuando nuestra conciencia se viera libre en general del peso del pecado mortal, por lo que tendríamos que dar muchas gracias a Dios, la confesión sacramental contribuye a darnos la fuerza para no caer.
Queridos hermanos: a las puertas del final del jubileo extraordinario de la misericordia, pidamos una y otra vez, como señalaba el Santo Padre Francisco en la bula de convocación, que “en este año jubilar la Iglesia se convierta en el eco de la Palabra de Dios que resuena fuerte y decidida como palabra y gesto de perdón, de soporte, de ayuda, de amor. Nunca se canse de ofrecer misericordia y sea siempre paciente en el confortar y perdonar. La Iglesia se haga voz de cada hombre y mujer y repita con confianza y sin descanso: Acuérdate, Señor, de tu misericordia y de tu amor; que son eternos”. Encomendémoslo a la Virgen Mª, cuyo misterio de su natividad celebraremos el próximo jueves, por intercesión de la nueva santa, Teresa de Calcuta. Que así sea.