Queridos hermanos en Xto. Jesús: el hombre, cuando ha padecido un fracaso muy grande, suele preguntarse qué sentido tiene su vida y cómo vencer esa oposición que se presenta como única solución aun en la misma familia y que uno percibe que debe superar animosamente. Es el combate de la fe, esa presencia íntima del Señor a la que tan pocas veces acudimos, pero que sabemos que no deja nunca de estar ahí, que nos dice que debemos reorientar nuestra vida, lo que algunos llaman segunda conversión. Después de una vida rutinaria se encuentra uno ante una encrucijada: luchar contra el pecado o someterse a él.
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Las lecturas de hoy dirigen una mirada retrospectiva a situaciones históricas en las que Jeremías o Jesús superaron esa tentación de dejarse absorber por el abismo de la desesperación. La infidelidad del pueblo escogido, en tiempos de Jeremías y del Mesías, llegó al colmo de no reconocer su pecado y de rechazar el correctivo que le curaría de su infidelidad a la alianza con Dios. Lo peor no fue la infidelidad, pues es imposible para el hombre cumplir los mandamientos sin la ayuda misericordiosa de Dios, sino rechazar en Jeremías y en Jesús a Aquel que prometió su amor misericordioso (“Yo estaré con vosotros”) sellado con una alianza irrevocable por su parte.
La carta a los Hebreos nos da una visión más profunda de esa lucha contra el pecado y de la salvación. Cuando uno se cree solo ante los que se oponen a la fe, tiene “una nube ingente de espectadores que le rodea” y que interceden por nosotros. El secreto es fijar los ojos “en el que inició y completa nuestra fe: Jesús, que renunciando al gozo inmediato soportó la cruz sin miedo a la ignominia, y ahora está sentado a la derecha del Padre”.
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El Evangelio nos sorprende siempre con su hondura inagotable y con la proyección hacia una vivencia en la vida diaria, vivencia que describe patéticamente como una lucha interna entre la familia y a la que parece no dar respuesta. ¿Cómo no dejarse atrapar por los encantos de un mundo perecedero? ¿Cómo no sucumbir al pesimismo cuando el mal parece asentarse en lugares sagrados, en normas inicuas, en las relaciones sociales y en tantos corazones que abandonan la lucha para no sucumbir? El Evangelio nos señala que lo primero es la confianza en Dios, que no se arrepiente de su alianza: “No temas, pequeño rebaño; porque vuestro Padre ha tenido a bien daros el Reino”, proclamaba el Evangelio del domingo pasado. ¿Qué hacer con el eco aún de esta promesa del Señor? Seguir el camino de Jesús, pasar por un bautismo de sangre, asumir la Cruz de nuestros pecados y de recibir la salvación no como la recompensa de nuestros méritos, sino como un regalo, con las condiciones que Dios ha marcado en la misma vida de Jesús: la Cruz de ser incomprendido por los más cercanos, de no poder presentar ante Dios una hoja de servicios impecable y los méritos de perdonar al que nos debe las insignificantes deudas de los roces cotidianos para que se nos perdone la inmensa deuda de haber ofendido a todo un Dios bondadoso y fiel.
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Pero la lucha de la fe no se limita a los enemigos externos. Si uno no aprecia lo que es vivir en gracia, acaba odiando a Dios: es un arma del demonio para alejar de Dios completamente. Solo luchando animosamente para no permanecer en el pecado hay salvación. El alma que permanece en pecado y no recupera la gracia vivificante no está combatiendo y acaba rechazando la salvación. Hermanos: no podemos permanecer de brazos cruzados cuando hay tantas almas en esta postración. Nos pueden tachar de rigoristas o de inmisericordes, pero si nos miramos ante el Señor en la oración, Él aguarda nuestra ayuda, por todos los medios a nuestro alcance, para que esas almas deseen la salvación.
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Aunque la Eucaristía aumenta la gracia, si la hemos perdido, primero debemos recuperarla en el sacramento de la reconciliación o penitencia. Pasar por la puerta de la misericordia supone no engañarse con una misericordia de Dios mal entendida. Es imprescindible arrepentirse de corazón de los propios pecados y hacer propósito de la enmienda no sólo de un genérico no pecar, sino de evitar las ocasiones de pecado, que no son sólo de acción, sino también de omisión: la carencia de lectura orante de la Biblia, la ausencia de adoración eucarística, la falta de generosidad y ayuda al prójimo, o sea, no practicar con el prójimo la misericordia de la que somos deudores, pues en tal caso de poco sirve pedir al Señor que tenga misericordia. No podemos ser perdonados si no perdonamos ni podemos ser amados si negamos al prójimo el perdón que le debemos. Vigilemos con todo cuidado si vamos por el camino de la salvación o si nos dirigimos a la condenación por falta de examen de conciencia. Se nos ha confiado el tesoro de nuestra salvación y si no acudimos al Señor y a la Stma. Virgen, nos presentaremos en el juicio de Dios con las manos vacías. La puerta de la misericordia está abierta hasta el 20 de noviembre, pero después, solo Dios sabe cuándo, viene el juicio. Dios es Padre misericordioso y también Juez de vivos y muertos. El Evangelio en todas sus páginas lo dice bien claro. Que cada cual lo repase en silencio y se convencerá por sí mismo.
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Queridos hermanos: acudamos a Ntra. Sra. del Valle para que nos ayude a interiorizar todas estas disposiciones del alma, que serán las únicas que nos darán la paz con Dios. Que así sea.