Queridos hermanos en Cristo Jesús: Cada Eucaristía que celebramos es una visita del Señor, un banquete que toma con nosotros y también una invitación a participar en su sacrificio, en su misma muerte y resurrección. Tal es la grandeza de este misterio que, incluso para vivirlo en toda su profundidad, debemos prolongarlo en adoración, en trato de amistad con quien sabemos que nos ama y desea sigamos escuchando el eco de su palabra en nuestro corazón y le respondamos con el afecto más íntimo en la oración. La visita de los tres personajes a Abraham y Sara y la que Jesús haría a la casa de los hermanos Lázaro, Marta y María puede aplicarse a nuestros encuentros con el Señor en los sacramentos o en la intimidad de la oración.
En la visita junto a la encina de Mambré se pone de relieve la caridad tan obsequiosa de Abraham y de su mujer, que le secunda con su trabajo silencioso y absorbente. Pero después de atender esa necesidad corporal son llamados los dos esposos para recibir la comunicación de la que era objeto la misión que traían los tres visitantes. La promesa no es el pago por la hospitalidad con que eran obsequiados, sino un don que viene del Señor y que no tiene precio. Pero los dones especiales los otorga el Señor o bien cuando les preceden detalles amorosos y desinteresados, con Él o con el prójimo o bien cuando el Señor sabe que esa persona va a ser muy agradecida con lo recibido previamente. Se ha proclamado cómo Abraham se volcó con sus huéspedes sin esperar nada, pero también sabemos de su fe inconmovible en la promesa de Dios, a pesar de no tener esperanza humana de que su mujer, anciana y estéril, le pudiera dar una descendencia numerosa como las estrellas del cielo.
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María, hermana de Marta y de Lázaro, conquista el corazón del Señor por el interés tan grande en escuchar su Palabra. María también sentía el gusto de obsequiar a Jesús preparándole una comida exquisita, pero guiada por el Espíritu Santo descubrió que Jesús suspiraba por otro alimento, como diría a sus apóstoles en el pozo de Sicar: “Mi alimento es hacer la Voluntad del Padre”. María supo que Jesús gozaba mucho más que con un banquete cuando había alguien que tenía hambre y sed de la Palabra de Dios y acudía a Él deseando escucharle. La voz del Padre en su bautismo y en la Transfiguración nos dio un solo consejo: “Éste mi Hijo amado, mi predilecto, escuchadle”.
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María y Abraham fueron pues excelentes anfitriones del Señor, se dejaron instruir por el Espíritu Santo y acogieron en su corazón la palabra de Dios y sus promesas, cualquiera de sus inspiraciones como cimiento de toda su vida, como luz en su camino, que permanece aun cuando tratasen de imperar en sus vidas las tinieblas de las dudas o la propia voluntad o vanidad intentasen llevarlos por sendas equivocadas.
S. Pablo es otro hombre convencido de que el mensaje del Señor había que anunciarlo completo, sin disminución interesada introducida por la voluntad humana, plenamente obediente a la Voluntad de Dios. Eso le acarreó sufrimientos y discrepancias dolorosas con S. Pedro. Pero lealmente le hizo ver que no se podía rebajar el mensaje de Cristo y había que anunciarlo tal cual. Sin eso no se puede llegar a la madurez de la vida cristiana.
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De esta Eucaristía tendríamos que salir convencidos de que en la Palabra de Dios hay un tesoro que no debemos dar de lado, cuya escucha reclama toda nuestra atención y todas nuestras fuerzas, para dar gloria a Dios y conducir nuestras vidas y las de nuestros hermanos a la salvación. La Eucaristía es un momento fuerte de esa escucha, pero no debe ser el único. Y no solo es escuchar la Palabra, también debemos meditarla y convertirla en oración, entrar en comunicación directa con el Señor, hablarle de corazón a corazón, como dos enamorados. La oración no debe ser sólo pedir cosas. También debemos consolar al Señor con nuestro amor, sintiendo con Él todos los desprecios, blasfemias, indiferencias y esa tibieza tan extendida entre los que nos decimos sus seguidores. Eso le duele enormemente. ¿Hemos pensado alguna vez en reparar tantas agresiones a su amor? ¿Vamos por fin a llevar a cabo nuestro propósito, siempre diferido, de realizar una buena confesión y mejor todavía si es general? ¿Vamos a prescindir de nuestros respetos humanos y a animar por fin a nuestros familiares y amigos a que antes de noviembre se confiesen para no dejar escapar esta oportunidad del jubileo de la misericordia?
Precisamente en este año de la misericordia, por deseo de Su Santidad el Papa Francisco, Santa María Magdalena se eleva al grado de fiesta desde este viernes 22 de julio, para resaltar la figura de esta mujer, a la que confió, antes que a nadie, la misión de anunciar a los suyos la alegría pascual. Fue la primera en ver el sepulcro abierto y en escuchar la verdad de la Resurrección, experimentó la misericordia divina en lo más hondo de su ser y mereció ser apóstol de apóstoles, por lo que su celebración tendrá el mismo grado de fiesta que ellos.
Por último, queridos hermanos, el 17 de julio de 1958, hace hoy 58 años, en la fiesta litúrgica del triunfo de la S. Cruz, en el aniversario de la batalla de las Navas de Tolosa, se inició la vida monástica en el Valle de los Caídos. Durante los 7 papas que en estos años se han sucedido, esta comunidad, muchas veces contra viento y marea y contra toda esperanza, ha resistido todo tipo de tribulaciones. Sin embargo, nuestra mirada debe estar llena de optimismo, sabiendo que Dios nunca nos abandonará. Cuando un monje renueva sus primeros votos en la profesión jubilar, utiliza una fórmula muy apropiada para un día de acción de gracias a Dios como hoy: “agradecido por el pasado y lleno de humilde confianza para el futuro, apoyado en la misericordia de Dios y en la oración de los hermanos”. Necesitamos vuestra oración, queridos hermanos, para seguir desarrollando nuestra labor espiritual aquí.
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No quisiera terminar sin evocar el mensaje de S. Juan XXIII al Cardenal Cicognani con motivo de la dedicación de esta basílica en 1960: “Los anales gloriosos de España, los encantos de su paisaje, lo que de grande y elevado se ha forjado con su dolor en los años duros del pasado, se han dado cita en ese hermoso valle, bajo el signo de la paz y concordia fraternas, a la sombra de esa cruz monumental que dirige al Cielo las oraciones de la fervorosa Comunidad Benedictina y de los devotos visitantes por la cristiana prosperidad de la Nación, y que quedará como en alerta permanente para transmitir la antorcha de la fe y de las virtudes patrias a las generaciones venideras”. Y continuaba diciendo el papa bueno y santo: “Nuestra súplica confiada va en estos momentos a la Virgen Santísima, venerada con tanta devoción en España, la que en sus más significativas advocaciones tiene puesto de honor en ese Santuario y a la que pedimos cobije bajo su manto las almas de cuantos en él duermen fraternamente unidos su último sueño. Que Ella proteja a esa grande Nación y a los que rigen su suerte”. Que así sea.