Queridos hermanos: la Palabra de Dios, que acaba de proclamarse, es imprescindible en toda acción sacramental. Aquí cobra un valor peculiar por el cual la gracia de Cristo Salvador se hace presente y eficaz, hasta el punto de que puede recibirse fuera de la celebración sacramental y no perder su eficacia, siempre que existan un impedimento legítimo de asistir a la celebración sacramental comunitaria y una referencia voluntaria con esa celebración. La celebración comunitaria, que exige el sacramento, tiene también una riqueza que no posee la oración personal escondida, aunque esta también sea imprescindible en la vida del cristiano, cuando participa en la celebración sacramental y cuando se dirige a Dios en el silencio y la soledad.
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Las lecturas nos proclaman estas realidades con lenguaje muy claro y accesible a todos los hombres de buena voluntad, pero sin esconder esa condición innegociable que siempre late en toda relación humana: que el grado de compromiso que estemos dispuestos a aceptar en nuestra relación con nuestro Señor, condicionará el grado de eficacia de su Palabra salvadora.
Las gráficas imágenes de la primera lectura parecen no hablar de este condicionamiento innegociable de la Palabra de Dios. Pero si acudimos al libro de la Biblia donde estas palabras se encuentran en su totalidad, sin esta reducción a unos versículos, aparece por cualquier página que se abra la Escritura. Lo grandioso de la Palabra y del amor de Dios del que nos habla la misma, es que si bien el hombre es frágil y no cesa de pecar, siempre que vuelva a Dios y se arrepienta sinceramente, en la Palabra encontrará la novedad de su acción sanadora, eficaz y portadora de salvación.
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El salmo responsorial, una oración de acción de gracias por la cosecha abundante, cobra todo su sentido aplicado a la semilla de vida eterna que Dios siembra en nuestras almas, como nos sugiere el versículo tomado del Evangelio que sirve de respuesta.
El Evangelio, a pesar de su antigüedad, refleja las actitudes de los hombres de hoy ante la Palabra de Dios y la persona de Jesús. La semilla caída al borde del camino representa al que no le interesa comprender la Palabra, al que se deja llevar por prejuicios y no la examina con objetividad, sino con prevención o miedo a que le comprometa y tenga que renunciar a su comodidad y antojos.
La semilla que brota en terreno pedregoso refleja la actitud de poca profundidad del que ha acogido la Palabra, pero, ante las opiniones desfavorables de los demás, teme por su prestigio o seguridad y se acomoda al pensamiento único que impone lo políticamente correcto, aun pisoteando los derechos a la vida y a la libertad religiosa supuestamente protegidos por la ley civil.
Por último, está muy bien caracterizada y es sumamente actual el perfil que refleja la semilla que cae entre zarzas. Ahí nos retratamos todos cuando, dejándonos llevar por los impulsos sensibles y faltándonos el silencio interior, necesario para que la Palabra germine en nuestro espíritu, buscamos nerviosos ser reconocidos como persona erudita, inteligente, eficiente, elegante…; cualquier cosa menos ser dóciles a la voluntad de Dios.
S. Pablo nos dice que todo este esfuerzo, de vivir según la senda que nos indica la Palabra viva y palpitante de Dios, no pesa nada en comparación de la gloria que un día se nos descubrirá por haber obrado conforme al plan de Dios. Hoy día hasta la creación padece, mucho más que en tiempo del apóstol, el sometimiento al imparable desorden introducido por el pecado del hombre. Si hasta la creación es sensible a nuestro pecado, ¿qué deberíamos hacer el ya reducido rebaño de católicos que queremos ser dóciles a lo que el Señor nos enseña como imprescindible para nuestra salvación?
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Precisamente ayer se conmemoraba a S. Félix, que, en la actual Túnez, ante la orden del procurador romano de arrojar al fuego los libros de la Biblia, respondió que prefería ser abrasado él antes que obedecer y por ello se le atravesó con la espada. ¿Estamos tan convencidos los cristianos de hoy, que creemos haber alcanzado la mayor clarividencia de todas las épocas en cuanto a la interpretación de la Palabra de Dios, del valor de esa Palabra? ¿Cómo puedo habitualmente encontrar un pequeño espacio de tiempo para orar y contemplar despacio algunos versículos de la Palabra de Dios? La Eucaristía es el espacio privilegiado para escuchar esta voz tan dulce que nos invita a este compromiso y a la vez es el manantial de la gracia que hace posible superar nuestras posibilidades humanas para llevarlo a término.
Hoy se celebra la Virgen del Carmen, que ocupa una de las capillas de la nave central de nuestra basílica. En el s. XIII, la Virgen Mª, con multitud de ángeles, se apareció al general de los carmelitas con el escapulario de la Orden en sus manos y le dijo: “Tú y todos los Carmelitas tendréis el privilegio de que quien muera con él no padecerá el fuego eterno”; es la promesa de la salvación eterna para cuantos mueren revestidos con el escapulario carmelita. Quien lleva el escapulario debe procurar tener siempre presente a la Virgen e intentar obrar como Ella (“He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”) y rezar todos los días una oración mariana, al menos 3 Ave Marías, mejor siempre en el mismo momento del día para que no se nos olvide. El escapulario ha de bendecirlo un sacerdote, aunque solo es necesario que lo imponga la primera vez. Por último, con motivo del 59 aniversario de la fundación de esta abadía, que D.m. se cumplirá mañana, encomiendo a vuestra oración las intenciones de la misma y en especial sus vocaciones. Que así sea