Queridos hermanos: se nos acaba de proclamar en el evangelio: “No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma”. Nuestro paso por la tierra es temporal, aquí no tenemos morada permanente. Nuestra muerte no es el fin, sino el comienzo de la verdadera vida, como dice el prefacio de difuntos: “La vida de tus fieles, Señor, no termina, se transforma y al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo”.
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Meditar en esta idea nos puede ayudar a mejorar nuestra vida cristiana. Muchas veces nos acomplejamos ante las cada vez más frecuentes agresiones y amenazas a la fe cristiana, casi siempre a la católica. Basta estar mínimamente atento a lo que sucede a nuestro alrededor para darnos cuenta de que nuestra fe está perseguida en muchas parcelas de nuestra vida. Frases del estilo “la única iglesia que ilumina es la que arde” o “arderéis como en el 36” son cada vez más habituales, ante nuestra pasividad generalizada. Detrás de esta persecución perfectamente organizada, que nos quieren vender como espontánea, se halla un número relativamente pequeño de personas, pero con enorme poder económico y mediático a sus espaldas.
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Ante esto, no debemos amilanarnos, empezando por los sacerdotes; el Señor nos lo repite varias veces en el evangelio de hoy. Si Jesús fue prudente y lo principal de su mensaje lo transmitió en privado a sus más allegados, hoy en día los sacerdotes, siempre guardando la caridad por encima de todo, debemos proclamar nuestra fe sin medias tintas, porque hasta los cabellos de la cabeza tenemos contados. Dice S. Agustín: “Considerad cuánto valéis. ¿Quién de nosotros puede ser despreciado por nuestro Redentor, si ni siquiera un solo cabello lo será?”. Aunque si seguimos los criterios evangélicos, que chocan con el mundo, inevitablemente nos enemistamos con él, no temamos la persecución, porque Dios estará con nosotros y nada podrá sucedernos sin que Él lo permita o disponga para nuestro bien.
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Queridos hermanos, Jesús nos asegura: “a quien se declare por mí ante los hombres, yo también me declararé por él ante mi Padre que está en los cielos”. Jesús defenderá a quienes le hayan confesado valientemente ante los hombres. Así lo hizo Sto. Tomás Moro, que celebramos el pasado jueves 22, padre de familia y primer ministro de Enrique VIII, que ordenó martirizarlo por oponerse a la anulación de su matrimonio con la hija de los Reyes Católicos. Este hombre para la eternidad, desde la cárcel escribió una carta en la que tranquilizaba a una de sus hijas afirmando: “Nada puede pasarme que Dios no quiera. Y todo lo que Él quiere, por muy malo que nos parezca, es en realidad lo mejor”.
Es el motivo principal que aparece también en el salmo de este domingo: “Señor, que me escuche tu gran bondad”. La confianza del justo en la misericordia y omnipotencia de Dios le permite afrontar con ánimo sereno todas las dificultades que se le presentan. Jeremías también se veía acosado por sus enemigos, que lo acusaban injustamente. A pesar de que su único recurso era su confianza en Dios, Jeremías cumplía su misión de anunciar lo que el Señor le encomendaba. La sola confesión de nuestra fe con nuestra asistencia regular a la misa y la recepción habitual del sacramento de la reconciliación o penitencia con absolución individual ya supone proclamar que Jesucristo es nuestro único Salvador.
En su encíclica sobre la Iglesia y la Eucaristía, el Papa S. Juan Pablo II dejó muy clara la vigencia de la norma del Concilio de Trento concretando la severa exhortación del apóstol Pablo en la carta a los Corintios, al afirmar que, para recibir dignamente la Eucaristía, “debe preceder la confesión de los pecados, cuando uno es consciente de pecado mortal”, según la enseñanza de la Iglesia, expuesta, entre otros muchos documentos, en el Catecismo y en el Código de Derecho canónico, que recogen además el ayuno eucarístico de 1 hora antes de recibir la comunión.
El reconocimiento de nuestra condición pecadora no es ningún obstáculo para nuestra confianza en la misericordia de Dios, como se ha proclamado en la carta a los Romanos: “Con mayor razón la gracia de Dios y el don otorgado en virtud de un hombre, Jesucristo, se han desbordado sobre todos”. Solo hay un mal que temer, la pérdida del alma propia y ajena, pero el sufrimiento pasajero provocado por este mundo, ofuscado en alejarse de Dios, es nada al lado de la gloria que nos espera, que ni ojo vio ni oído oyó. ¿Qué es el dolor de la cruz, por muy intenso que pueda ser, comparado con una eternidad de amor contemplando el rostro del Hijo del hombre?
Queridos hermanos: perseveremos en la lectura orante de la Palabra de Dios, de la mano del Señor y de su Madre, a quien la meditación constante de las palabras de su Hijo le impidió vacilar en su fe. La Eucaristía es para nosotros una luz en medio de la oscuridad que nos rodea y un ancla de salvación que nos mantiene unidos con el Señor, con su Vicario el Papa Francisco y con todos los cristianos que, a pesar de la persecución religiosa, perseveran en la confesión de su fe. Precisamente este martes 27, en que se celebra a S. Cirilo de Alejandría, obispo y doctor de la Iglesia, D.m. el Santo Padre celebrará las bodas de plata de su ordenación episcopal. Es un motivo más para orar especialmente por él y por sus intenciones al frente de la barca de Pedro. Él se enfrenta cada día a numerosas dificultades y problemas en su solicitud por la Iglesia y los católicos en cualquier rincón del mundo.
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Colaboremos a la salvación del mundo con nuestra oración, que es un valor permanente, que nunca se pierde, que no está sujeto a los vaivenes de las encuestas ni de los escaños ni de los mercados. Encomendemos todo esto a Ntra. del Valle, a los 52 beatos cuyas reliquias custodiamos en nuestra basílica y a los 5 siervos de Dios cuyos restos también custodiamos aquí: Clementino, Ernesto, Eudosio, Francisco y Valero. No olvidemos también a la nueva beata benedictina, la oblata Itala Mela, beatificada hace 15 días, en la víspera de la Stma. Trinidad, de cuya inhabitación en nuestra alma tanto escribió ella. Que así sea