Queridos hermanos: En este año de la misericordia, que ha sido convocado por el Papa Francisco y que es el signo distintivo de un pontificado que se está definiendo en torno a este atributo divino que unifica muchas de las principales actuaciones y compromisos, las lecturas de este domingo nos ayudan a sacar provecho de esta oportunidad de gracia, de este paso del Señor a nuestro lado perdonando y sanando las heridas de nuestro interior, a la vez que impulsando nuestro amor a dilatarse en la misericordia ofrecida a nuestro prójimo. La misericordia no es solo don divino que nos restaura: es también gracia que mueve a conquistar la amistad de los que no conocen a Cristo o tienen una imagen deformada de su persona. Es una ocasión extraordinaria de evangelización perdonar o pedir perdón a la persona que nos ha ofendido o a la que hemos causado algún daño.
La confesión de su pecado por parte del rey David da lugar a una gran revelación de Dios: dos pecados tan graves son perdonados por Dios por la humilde confesión y la confianza depositada en la misericordia divina. Ese perdón inmediato parece algo sumamente llevadero en comparación con la gravedad o frecuencia de nuestros pecados, aunque todos nos beneficiamos agradecidos de tanto como nos facilita el Señor la reconciliación con Él. El perdón no cuesta obtenerlo del Señor, aunque uno deba aceptar la pena del pecado, es decir una cierta reparación compensatoria, a todas luces sumamente justa y llevadera. A David le costó vivir siempre instigado por los enemigos, que no le permitían disfrutar en paz su reinado, porque “la espada no se apartará nunca de tu casa”. Pero, por el perdón de Dios, evitó la condenación eterna.
En la carta de San Pablo a los Gálatas se ilumina con mayor claridad esta facilidad en obtener el perdón de Dios. Si Dios es justo, ¿por qué no nos aplica una pena equivalente al pecado cometido? La razón no es otra sino que la justificación no proviene del cumplimiento de la ley, sino de que Cristo ha sufrido una muerte injusta para pagar nuestra deuda. Su muerte sería inútil si la justificación fuera efecto de la ley. Eso le hizo a San Pablo entregar de lleno toda su vida a la evangelización, cuya fuerza arrolladora provenía de que vivía sin perder de vista un momento que Cristo le amó hasta entregarse por Él. La gracia de Dios para él significaba el perdón de sus pecados y la reparación casi completa por los méritos de Jesucristo al morir por nuestros pecados, pero también esa gracia era una fuerza que le movía a poner de su parte una contribución al tiempo insignificante con el don recibido, pero igualmente tan costosa para las escasas fuerzas humanas, ya que sin su gracia no seríamos capaces de llevarla a cabo.
En el Evangelio la revelación de Dios es la misma, pero bajo un punto de vista mucho más comprensible y personal. Jesús perdona a una pecadora que actúa con gestos sumamente humildes y comprometedores para Él mismo, porque el fariseo estaba pensando lo que suele pasar por una mente humana que no está iluminada por la gracia divina. El fariseo no ve el corazón arrepentido de la mujer. Está fijo en el pasado de esa mujer, reconocida por todos los cercanos a ella como pecadora. Jesús en cambio tiene acceso al corazón, a lo que está sucediendo en su interior y en su conciencia ella estaba aborreciendo su pasado de pecado, pues se había sentido atraída por la misericordia del Salvador, de alguien que ha demostrado que está lleno de Dios por su poder de sanación corporal y espiritual. Esta mujer estaba siendo iluminada por el Espíritu Santo para ver aquello que no se había revelado a los que no aspiran a la sabiduría de Dios y se contentan con la sabiduría que los hombres utilizan para dar una falsa solución a problemas materiales o sociales.
¿No nos está poniendo ante los ojos este pasaje del evangelista de la misericordia, San Lucas, que el verdadero arrepentimiento no se contenta con decir los pecados al confesor, sino que conlleva lavar, secar, ungir al Señor o al prójimo en reparación del mal cometido? La mujer lavó los pies con lágrimas, los besó, los secó con sus propios cabellos y se los ungió con perfume. El Señor solo le reprochó al fariseo algo mucho menos costoso: disponer un recipiente con agua para lavarse él mismo los pies, besarle en la cara y ungir la cabeza. Todo eso quiere decir que al Señor le agrada cualquier pequeño gesto de amor, aunque no alcancemos a ser tan humildes como esa mujer, pero lo podemos aplicar de mil maneras: la confesión, la visita al Señor en el Santísimo, la ayuda al prójimo, etc.