Queridos hermanos: se nos ha proclamado en la primera y última línea de las tres lecturas la muy antigua consigna “Seréis santos, porque Yo, el Señor vuestro Dios, soy santo”, siempre actualizada por el Concilio Vaticano II y los últimos Papas. Todas las lecturas de hoy están contenidas en un mismo compartimento, donde solo se habla de la llamada universal a la santidad. Una aspiración que nos parece imposible, pero que es el deseo de nuestro Padre celestial, una aspiración por la que nuestro corazón no halla sosiego hasta que se cumpla. Como decía S. Agustín, “nos has hecho para Ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti”.
Tras esta formulación, tan aparentemente ajena a este mundo, cada vez más alejado de Dios, viene enseguida la aplicación tan a nuestro alcance. La santidad la tenemos muy cerca de nosotros. En nuestro prójimo al que debemos amar, servir, perdonar. Son cosas difíciles, pero no imposibles. Hay que vencer egoísmos, hacerle la guerra al conformismo del “todo vale”, pero, una vencidos, llega la alegría del corazón, pues sabemos, nos dice S. Pablo, que el Señor está dentro de nosotros, camina a nuestro lado, es compasivo y misericordioso, como se ha proclamado en el salmo responsorial.
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El secreto de la santidad se revela bajo múltiples aspectos. Para nosotros es inalcanzable ese programa del sermón de la montaña, del que se ha proclamado un párrafo muy en el espíritu de las bienaventuranzas. Y uno se pregunta: ¿pero quién es capaz de poner la mejilla para que el otro te abofetee una segunda vez o darle todavía más si ya lo que me pide me parece injusto? ¿Cómo amar al enemigo? Esto no se exige en ninguna otra religión ¿No se pasó Jesús de exigente? Jesús argumenta que ya por impulso humano los paganos aman a los que les aman. El Padre quiere que seamos perfectos, santos, que no pongamos límite a la bondad.
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¿Por qué no ponerlo cuando los demás son injustos con nosotros? Porque nuestro Padre tampoco lo pone: da la vida y la fuerza a todos, incluso para pecar y blasfemar contra el mismo que envía la lluvia a justos e injustos. Dios puede hacer que llueva solo en los campos de los justos, pero así nos convertiría en esclavos, no le amaríamos, negociaríamos con Él la lluvia, la prosperidad de nuestros campos o de nuestro éxito en la vida. No seríamos hijos de un Padre, sino asalariados de un empresario justo y bondadoso.
Además se nos olvida que continuamente abusamos de la bondad del Padre. Nos permitimos decir que nos perdone y nosotros en el fondo no perdonamos generosamente, sino que perdonamos de labios afuera, pero no olvidamos, guardamos memoria vengativa del ofensor. Decimos que no nos deje caer en la tentación, pero nos exponemos continuamente a caer no cuidando la mirada, ni evitando malas compañías que nos llevan al mal ni lecturas peligrosas, ni las múltiples tentaciones de internet, etc.
La comunión es otra llamada a la santidad. Si comulgamos, miremos antes si estamos en gracia de Dios y si comulgamos cada día, preguntémonos por qué no somos santos. Si a pesar de todo seguimos comulgando, preguntémonos qué falla en nosotros, pues hay personas que admiran mis cualidades, pero nadie dice que lo que más admira de mí es mi fe en Jesucristo, cómo hablo de Él y mis esfuerzos por imitarle y seguir su camino cargado con la cruz.
Así lo han hecho y siguen haciendo millares de santos a lo largo de la historia de la Iglesia y en especial los mártires. Nuestra basílica custodia las reliquias de 32 beatificados: 10 por S. Juan Pablo II en 5 ocasiones (una cada trienio) de 1989 a 2001, otros 10 por Benedicto XVI en Roma en 2007 y 12 por el Papa Francisco en Tarragona en 2013. Con la próxima beatificación, anunciada en Almería, de 20 mártires más, nuestra basílica, con 52 beatos, pasará a ser, después de Paracuellos del Jarama, el segundo santuario español por número de víctimas de la persecución religiosa del siglo XX. Nuestros 52, asesinados entre julio y noviembre de 1936, representan todos los estados de vida cristiana: 2 jóvenes seglares, 18 sacerdotes diocesanos, 10 religiosas (7 adoratrices y 3 salesas) y 22 religiosos, 5 de ellos sacerdotes (11 hermanos de La Salle, 3 hermanos de S. Juan de Dios, 2 pasionistas, 2 marianistas, 2 agustinos, 1 amigoniano y 1 dominico). Además, en la causa de canonización de Cipriano Martínez Gil y 55 compañeros, mártires, que nuestra archidiócesis abrirá D.m. este 18 de marzo en la iglesia de las Calatravas de Madrid, con el canto de nuestra escolanía, se hallan otros 5 sacerdotes diocesanos sepultados en nuestra basílica.
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Estos 32 y a partir del 25 de marzo, 52 beatos, convierten a nuestra basílica en la basílica de los mártires, en un inmenso relicario y en un lugar de perdón, reconciliación y peregrinación al que acudir para encomendarse a ellos y pedir milagros para su canonización. Su testimonio tan cercano de dar su vida por Cristo perdonando a sus verdugos, es una guía segura en nuestra actual era neopagana, que el Papa emérito calificó de “apostasía silenciosa” y que hoy en día podría llamarse “ruidosa y estrepitosa”.
En 2007 Roma nos otorgó celebrar cada 18 de septiembre los Beatos Mártires cuyas reliquias se custodian en nuestra basílica con esta oración: “Oh Dios, que has querido honrar esta iglesia con los cuerpos de numerosos mártires, aumenta en nosotros la fe en la resurrección y haznos partícipes de la gloria inmortal, de la que veneramos una prenda en sus reliquias”. Pidamos a Ntra. Sra. del Valle, reina de los mártires, que, bajo su protección maternal, su Hijo preserve los destinos de España, la herencia de la fe católica y el respeto a su santa ley y conceda a nuestra sociedad superar los odios y rencores de origen histórico. Que así sea.