Queridos hermanos: el camino a la Pascua supone una renovación interior que lleva a descubrir, con la novedad que supone su gracia cada vez que la recibimos, que Cristo, en su misterio pascual de muerte y resurrección, es la única fuente de renovación de nuestro ser más profundo. La liturgia de la Palabra nos muestra que si el hombre, apartándose de Dios, cayó en el pecado y no podía salir de su postración, gracias a que Cristo ha muerto y resucitado, puede recibir un nuevo ser que le abra las puertas de una plena participación en la vida divina.
La lectura de Isaías nos ha dibujado, de manera poética pero real, un panorama insólito, donde la esterilidad del desierto se convierte en un vergel, donde el aparente agotamiento no solo de las fuerzas humanas, sino de su dignidad de hijo de Dios, recupera aquel designio divino nunca desmentido: “Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza”. Si Dios había abierto un camino en el mar, ahora nos lanza a una promesa sin precedentes, cumplida en Cristo. Y a pesar de que la falta de respuesta positiva por parte de los hombres a los llamamientos de los profetas a la conversión haga de la humanidad un desierto, Dios en su misericordia hace brotar una fuente de su Corazón traspasado que salta hasta la vida eterna.
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San Pablo nos certifica que en otro tiempo se consideraba sabio y poderoso cuando, siendo judío cumplidor y celoso de la ley, perseguía a los cristianos. Pero cuando el Señor le abrió los ojos a la luz de su misterio, quedó deslumbrado por la revelación de “la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús”. A partir de entonces no miraría la muerte de Cristo como el fin de una pesadilla, en la que un supuesto rabí pretendía embaucar a su pueblo.
En el Evangelio aparece un reflejo de la misericordia divina, de la que continuamente nos habla el Papa Francisco, cuyo tercer aniversario de elección a la sede de Pedro celebramos hoy. Jesús nos muestra, no con un milagro, sino con la autoridad moral de su persona, cómo el hombre puede ser renovado. La misericordia de Dios es tan grande que hace que el hombre que se deja envolver por su gracia tenga un nuevo ser. La mujer adúltera es el prototipo de los efectos que produce la misericordia divina de Jesús, pero que siempre ha acompañado al hombre en su historia, no al margen de Cristo, porque el misterio de Cristo abarca todo tiempo. Con Jesús se descubre un panorama mucho más rico, variado y consolador de la misericordia divina. Aunque hay pasajes del Antiguo Testamento que hablan de modo inefable de la misericordia de Dios, la gran revelación de la misma estaba reservada no solo a las palabras admirables con las que Jesús habló de ella, sino al misterio central de su misma vida, su muerte en cruz y resurrección, testimonio de la misericordia que predicaba y cuya contemplación siempre será para nosotros fuente de salvación.
En este Evangelio aparecen dos contrastes irreconciliables: la confianza y apertura silenciosa de la mujer pecadora a la misericordia divina y el rechazo de la misericordia por los fariseos y por todos los que persisten a través de los siglos en la misma actitud. A la mayoría en una u otra medida nos salpica esa actitud y Dios quiera que esta Eucaristía inicie la ruptura con esta postura. La actitud de los fariseos de llevar a la presencia de Jesús a una mujer pecadora es suicida, pues ante las palabras de Jesús en las que les hizo sentir todo el peso de su autoridad profética y reconocer sus pecados, no fueron capaces de dolerse de haber ofendido a Dios y al prójimo y huyeron uno tras otro. Ellos querían seguir ofreciendo a Dios sus obras vacías, el cumplimiento externo de la ley sin amor a Dios y con la pretensión de que Dios aceptase su religiosidad de pura apariencia. Es una tendencia muy arraigada en el corazón del hombre y nadie puede decir que esté libre de ella. Si acudimos a la Eucaristía y al sacramento de la reconciliación es para que el Señor nos cure de la enfermedad espiritual de querer aparentar y tener fama de personas honorables sin tener que pasar por la confesión clara y completa de nuestros pecados, sin disimularlos ante el confesor ni ante quienes tienen autoridad para ello. Pidamos al Señor esa humildad que no tenemos, pues nos duele desconfiar de las exigencias costosas de la misericordia de Dios. Si nos sometemos a esas exigencias de ir con la verdad por delante, de ser claros en declarar el pecado, de evitar encubrir y disimular, de no obstinarnos en nuestros juicios, de no aparentar una humildad solo de palabra y no de obra, de no buscar dilaciones, ni aparentar prisa para no dedicar tiempo suficiente al examen o al esclarecimiento de los problemas y de no ser cómplices con nuestras pasiones desordenadas, entre otras cosas, después de esa lucha, viene la paz y la alegría de vivir en la verdad y sentimos la profundidad de las palabras de Jesús: “La verdad os hará libres”.
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En esta Cuaresma ahondemos en nuestra adhesión a Cristo: su vida y enseñanza son fuente verdadera de renovación y camino seguro para la salvación eterna. No descuidemos este itinerario que unifica nuestro ser: ir por otro camino es ir sin rumbo por la vida, es la actitud suicida del fariseo que no quiere salir de su engaño. Nosotros también tenemos esa tendencia, pero cada celebración ha de ser un hito más en la lucha contra esa tendencia y en adelantar por el camino de la humildad en la estrecha comunión con el Señor y la vida eterna que nos promete y anticipa en esta vida. Pidamos a Mª, en su advocación de Ntra. Sra. del Valle, que así sea.