Queridos hermanos: la liturgia nos invita en este domingo II después de navidad a fijarnos en nuestra relación con Dios: una relación realmente íntima y estrecha mediante la encarnación de Jesús en el seno de la Santísima Virgen.
La primera lectura nos habla de la sabiduría, que hace su propio elogio en el fragmento proclamado: “Yo salí de la boca del Altísimo”. En esta personificación de la sabiduría existe ya una preparación de la revelación del Verbo de Dios. Pero todavía no tenemos una revelación plena, porque la sabiduría aparece presentada como una criatura y no como el Hijo de Dios increado. Además, la sabiduría todavía no se ha encarnado, porque el libro del Eclesiástico la identifica más adelante con la ley de Moisés. La sabiduría no es pues aquí una persona sino una institución.
El Evangelio nos muestra en cambio que la Palabra de Dios es el Hijo unigénito de Dios, que se ha encarnado. Existe una unión estrechísima entre la Palabra y Dios. Y al final del Prólogo de S. Juan, se llama a la Palabra “Hijo único”. La Palabra es una persona divina, Dios de Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero, como decimos en el Credo. Esta persona divina se ha encarnado verdaderamente. Así disponemos para orientar nuestra vida no sólo de una institución, sino de una persona que se ha encarnado y ha asumido una naturaleza como la nuestra.
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El Hijo único de Dios nos permite llegar a ser hijos adoptivos de Dios. Participamos en esta filiación de la Palabra encarnada. Ese es el objetivo de la Encarnación: el Hijo único de Dios se ha hecho hombre no sólo para estar entre nosotros, sino para ser uno de nosotros e introducirnos en una relación íntima con el Padre celestial. Jesús nos trae esta adopción filial y nos otorga una dignidad extraordinaria.
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S. Pablo nos hace reflexionar, en la segunda lectura, sobre este maravilloso plan de Dios del que somos beneficiarios. Con actitud de gracias, afirma que Dios nos ha predestinado a ser hijos adoptivos suyos por obra de Jesucristo; nos eligió antes de la creación del mundo. Esto debería llenarnos de una gran alegría y debería iluminar toda nuestra vida. Jesucristo se encarnó precisamente para llevar a cabo el proyecto de amor de Dios sobre nosotros. S. Pablo pide para los cristianos de Éfeso la gracia de saber apreciar este don, de comprenderlo bien y de abrirse a la luz maravillosa de la Palabra de Dios, que es luz y vida para los hombres.
Nuestra mirada con excesiva frecuencia es demasiado terrena y estamos preocupados por una enormidad de cosas materiales. Todo esto es secundario y no debería hacernos olvidar lo más importante: que el Hijo de Dios se ha encarnado para que podamos llegar a ser con Él hijos de Dios. Es la dignidad más grande que podamos imaginar. Y la alegría que de ahí brota es la más pura, fuerte y completa que podemos lograr en esta vida.
En este tiempo litúrgico de Navidad pidamos la gracia de ser iluminados interiormente para comprender el don que Dios nos ha hecho. Debemos pedir la gracia de comprender lo que recibimos, para poder exaltar de alegría y poder vivir en la admiración de la obra divina, en la gratitud filial y en el amor. Pidámoslo por mediación de la Santísima Virgen María, en su advocación de Nuestra Señora del Valle. Que así sea.