Queridos hermanos: cada domingo se reúne toda la Iglesia en torno a la mesa del sacrificio de Cristo. Su muerte sacrificial es para nosotros un testamento, un legado y todo un programa de vida. Puede parecer chocante con nuestro lenguaje actual tan blando y acomodado al buenismo actual. Pero la Sagrada Escritura no se anda con rodeos y llama a las cosas por su nombre. El gran problema de nuestro tiempo es que hemos claudicado de vivir en la verdad: no se quiere aceptar que hay verdades absolutas e inamovibles, lo que debía ser algo por lo que tendríamos que estar agradecidos a Dios, que nos ha revelado la verdad, nuestra seguridad y nuestra más rica pertenencia. Sin embargo, hoy día se nos hace ver estas verdades como imposición y negación de nuestra autonomía personal.
Nos sorprende una afirmación tan rotunda: “Maldito quien confía en el hombre y busca el apoyo de las criaturas, apartando su corazón del Señor.” El Señor también llega a aseverar: “Bienaventurados vosotros cuando os odien los hombres y os excluyan y os insulten y proscriban vuestro nombre como infame, por causa del Hijo del hombre. Alegraos ese día y saltad de gozo, porque vuestra recompensa será grande en el cielo”. ¿Acaso puede el Señor ser complaciente con el demonio y decir que quien no crea en Dios no pasa nada, en lugar de decir que quien no crea en Él, será condenado? Estas son las consecuencias de creer en Dios. A los hombres apartados de Dios les cuesta mucho aceptar que están en el error; si lo hiciesen, estarían ya convertidos. Para superar esa dificultad, tenemos que considerar que hemos sido rescatados del dominio de Satanás pagando no una miseria, sino a precio de la sangre de Cristo; luego si no amamos al Señor, que ha dado su vida por nosotros, no podemos ser salvados.
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De ahí la importancia del cambio que el 17 de octubre de 2006 el Papa Benedicto XVI aprobaba en un decreto, por el que se establecía que en la parte de la Consagración donde se decía que la Sangre de Cristo “será derramada por vosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados”, se debería decir “por vosotros y por muchos”, en vez de “por todos”, para así reflejar mejor el original en latín, pues a los que no quieren ser perdonados, no les beneficia el sacrificio de la sangre redentora de Cristo. Qué terrible es, queridos hermanos, escuchar a personas, algunas muy conocidas, que hacen profesión pública de su impiedad, afirmando entre otras cosas que la ciencia demuestra que Dios no existe, cuando los más famosos científicos de la Hª de la humanidad han creído en Dios a pies juntillas. ¿Cómo superar la angustia vital de pensar que todo acaba aquí?
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Los creyentes tenemos pues una deuda de agradecimiento: no reconocer a Jesús como nuestro Redentor es una injusticia imperdonable. El Señor en las Bienaventuranzas nos dice que esa deuda se paga sufriendo sin rebelarse contra Dios, aceptando la pobreza de nuestra condición humana con enfermedades y limitaciones de todas clases, que si tenemos que pasar estrecheces económicas o incluso hambre confiemos en su Providencia y no lo insultemos, porque somos pecadores y hemos de tratar de corregir el injusto reparto de los bienes de este mundo sin violencia. Si nos persiguen por ser fieles a Jesús no nos separemos de Él, pues bien se va a cuidar de nosotros y a recompensarnos con creces por el amor y fidelidad que le hayamos mostrado sufriendo por Él.
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Las bienaventuranzas no son solo un medio para alcanzar la felicidad en este mundo, sino que apuntan a la eterna, son el camino de asemejarnos a Cristo y de adquirir la identidad de hijos de Dios. Por el bautismo ya fuimos hechos hijos de Dios, pero si a lo largo de la vida no ratificamos ese don recibido y no nos adherimos a esa gracia de la adopción filial, esa elección de Dios se pierde. S. Lucas nos revela que el camino contrario a estas cuatro bienaventuranzas de pobreza, hambre, lágrimas de dolor y persecución por la fe cristiana, tienen como contrapartida cuatro situaciones de felicidad terrena aparente y engañosa. La riqueza, la satisfacción de las necesidades básicas, la ausencia de dolor y la buena fama, ninguna de las cuales es de por sí pecado, sin embargo, como nos señalaba la lectura de Jeremías, pueden convertirse en un ídolo al confiar absolutamente en el hombre, en apoyarse en los bienes terrenos y apartar su corazón del Señor. El pecado es la egolatría de preferirse a sí mismo por encima de todo y de valorarse a uno mismo más que a Dios.
La eucaristía es el centro de nuestra vida. La entrega de Jesús y su muerte la tenemos que asumir nosotros en nuestra vida. Si no nos ofrecemos con Jesús a la Voluntad del Padre, no vivimos bien lo que estamos celebrando. Si no aceptamos nuestras cruces, estamos tomando la comunión rutinariamente y sin provecho. Si escondemos nuestra condición de cristianos para que no nos persigan, tampoco Jesús nos defenderá delante de su Padre. No podemos vivir el evangelio a medias. Pidamos al Señor que nos ayude a vencer el miedo a vivir como cristianos en medio de una sociedad neopagana, mal endémico de los cristianos hoy día.
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Para todo ello tenemos una valiosa intercesora en la BVM. Así lo hicieron los siete santos fundadores de la Orden de los Siervos de la BVM. Estos comerciantes florentinos encontraron la perla preciosa del Reino de Dios y como en la parábola, vendieron todo su patrimonio para comprarlo. Por eso el Señor les premió con multitud de gracias y con ser cabeza de una orden religiosa que aún pervive. Esta comunidad os invita a la adoración eucarística de hoy en la capilla del Stmo. de 13.45-16.45. Todo lo que no sea oración y sacrificio son cataplasmas ineficaces con las que Satanás nos entretiene. Pidamos a la Virgen del Valle que interceda ante su Hijo para cumplir con su gracia estos santos propósitos. Que así sea.