Queridos hermanos en Xto. Jesús:
La corrección fraterna es algo que pocas veces ponemos en práctica. Criticamos, calumniamos, difamamos y humillamos pero corregir poniendo el interés principal en que la persona que ha fallado sea mejor, es decir, corregir con caridad es algo que no es muy habitual. La gran mayoría de las veces, lo que hacemos es arremeter contra alguien si su opinión no coincide con la nuestra, si su modo de enfocar algo no está de acuerdo con el nuestro pues tenemos como verdad de fe nuestra propia opinión acerca de las cosas, entendamos o no de lo que opinamos.
Para empezar hemos de tener en cuenta que la propia opinión sobre cualquier cuestión nunca es definitiva, ya que la opinión solamente es un juicio personal acerca de algo cuestionable, es decir, la opinión no conlleva ni tener la razón ni poseer la verdad. En las discusiones o en las conversaciones que todos tenemos, normalmente lo que hacemos no es tanto escuchar y tratar de comprender a la otra persona sino, más bien, lo que intentamos a toda costa es querer convencerle de que soy yo y no él el que está en lo cierto; y para ello, recurrimos a todos lo argumentos que se nos vienen a la cabeza. Habitualmente damos por sentado que el único que está en posesión de la verdad soy yo, y, en consecuencia, resulta una perdida de tiempo siquiera considerar los argumentos contrarios.
Parece que no entendemos que por muy infalibles que seamos, alguna vez tenemos que estar equivocados y que, consiguientemente, el que se equivoca una vez bien puede equivocarse dos. Si admitimos esto, todos estaremos de acuerdo en que seríamos mucho más prudentes al hablar si siempre pusiéramos una interrogación a todas nuestras opiniones. Callar de cuando en cuando es algo muy sano pero que cuesta mucho; es algo que fortalece el carácter y que, si se hace con recta intención, no por cobardía o conveniencia personal, nos acerca a Dios.
Pero, una cosa es callarse la opinión que, recordémoslo, es emitir un juicio sobre algo cuestionable, y otra muy distinta es callar la verdad, no defenderla por respeto humano o por no complicarse la vida. Esto es algo que, desgraciadamente, hacemos demasiado a menudo todos los cristianos. Hoy se niega que pueda existir una única verdad, y así mi verdad es tan válida como la contraria, ya que todas son igualmente respetables; pasando la verdad automáticamente a convertirse en opinión. Esto es un absurdo: no puede ser igual de cierta una afirmación o una realidad y su contraria. Las ideas no son respetables por sí mismas, pues la defensa de la injusticia o del asesinato, por ejemplo, nunca será respetable, sea quien sea el que lo defienda.
Hoy nuestra sociedad se considera totalmente legitimada para establecer los parámetros de conducta y las normas ético-morales que la sustentan, pudiendo, además, modificarlas cuando así convenga. De este modo, va ampliando los límites de actuación, y ampliando ampliando, hemos llegado a establecer en nuestra vida el aborto libre, o la exclusión de Dios de nuestro sistema educativo, el aberrante y absurdo matrimonio homosexual, el “todo vale” en la investigación genética y, ya está llamando a nuestra puerta la eutanasia; lo mencionado aquí es un pequeño ejemplo ya que podríamos alargar esta lista de un modo alarmante.
Tanto el Santo Padre como muchos obispos, no todos por desgracia, han venido denunciando estas aberraciones; y, por esta denuncia, han sido criticados por distintas personalidades, como si el Papa y los obispos no participaran del derecho de libertad de expresión reconocido por la Constitución. Sostienen que la Iglesia no es quien para inmiscuirse en los avances sociales que las sociedades occidentales van alcanzando, aunque por otro lado parece ser que ellos sí que están capacitados para sentar cátedra sobre todo lo humano y lo divino. Dejando al margen el echo de que sí que tienen toda la autoridad moral para ello, se debe reconocer, al menos, que la Iglesia es una institución humana que engloba y representa a una gran cantidad de personas, y que por ello tiene todo el derecho del mundo de orientar a sus miembros; al igual que cualquier otra institución u organización, como los partidos políticos, los sindicatos o las ONG´s; aunque hay que tener en cuenta, por una lado, que normalmente estas organizaciones representan a menos personas que la Iglesia; y, por otro que, en muchos casos, imponen al resto de la sociedad que no forman parte de dichas instituciones u organizaciones, sus propias tesis. Así llegamos a una situación en la que se intenta amordazar a la Iglesia negándole sus derechos, no ya en el ámbito espiritual, sino incluso legal; pero, ya sabemos que todos somos iguales ante la ley. Es decir, todos estos pseudoliberales resultan ser los más retrógrados pues solo admiten como válido y bueno sus propias posiciones, nunca las de otros. Pero esto es algo contra lo que no parece que se pueda luchar ya que no hay más ciego que el que no quiere ver.
Si los cristianos, y muy especialmente los sacerdotes, habláramos más y defendiéramos con tranquilidad pero con firmeza nuestras posiciones, nuestras creencias, nuestra Iglesia, en definitiva, si defendiéramos el nombre y el honor de Dios, tal vez contribuiríamos a hacer un poco más habitable este mundo en el que vivimos. Por ello no estaría de más que nuestro mundo sepa que existimos y que no renunciamos a la Verdad con mayúsculas; que no pensamos claudicar en la defensa de la fe porque ésta no es una simple opinión parcial sino que es la Verdad plena que se equipara al mismo Dios.