Queridos hermanos en Xto Jesús:
“Va a vender todo lo que tiene”. Todo es una de esas palabras que no requieren excesiva explicación pues todo significa precisamente todo, sin la más mínima excepción. Hoy, por dos veces, se nos dice que para obtener el Reino de los Cielos, es preciso vender todo lo que uno tenga. Pero, ¿por qué todo?, ¿no es un precio excesivo?
En primer lugar Dios puede fijar el precio que estime oportuno por la sencilla razón de que Él es Dios, infinitamente justo, y por ello tenemos que tener por cierto que si Dios pone un precio a algo, en este caso a su propio Reino, ese precio es totalmente justo y no puede ser otro. Por otra parte Dios no está pidiendo algo que no haya pagado Él mismo; recordemos que la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, el Hijo del Padre, se encarnó en una carne mortal como la nuestra. Por si esto fuera poco, se hizo pobre y humilde, cargó con nuestros pecados, padeció y, siendo inocente, murió en la cruz. Todo ello para alcanzarnos la reconciliación con el Padre y poder llegar a la posesión eterna del Reino de los Cielos. Xto renunció a su misma divinidad y nos entregó su misma humanidad no para obtener para sí el Reino sino para entregárnoslo a nosotros. Después de esta explosión de amor del mismo Dios para con nosotros, ¿cómo no aceptar que el precio a pagar, por nuestra parte, no sea también todo, cuando, además, nuestro todo no es ni tan siquiera comparable al Todo que pagó Xto? En último lugar, hemos de considerar que cuando lo que se nos ofrece es un bien eterno, un bien cuya posesión nos garantiza la unión inquebrantable al mismo Dios y pertenecer a la misma familia divina, entonces el precio que tenemos que pagar, todo lo que tenemos, empieza a ser bastante insignificante.
Si aceptamos que es justo el precio y que el negocio que hacemos es inmejorable, hemos de ver ahora en qué consiste ese todo que se nos pide. Hemos de tener en cuenta, para empezar, que todo cuanto somos y poseemos lo hemos recibido del mismo Dios y, por tal motivo, hablando con propiedad no nos podemos considerar propietarios de los bienes que se nos ha dado sino, más bien, somos administradores de todo cuanto poseemos, incluida la misma vida. Nuestras propiedades, materiales o espirituales, se nos han dado para que las usemos rectamente y para que cuando nos presentemos ante Dios hagamos como los servidores fieles de la parábola de los talentos. Dicho esto, no es menos cierto, que cuando Xto nos pide todo lo que poseemos, está incluyendo todos estos bienes: las riquezas, los afectos, la voluntad, las virtudes que cada uno tenga e, incluso, la misma vida.
A unos se nos pedirá unas cosas, a otros otras pero, en esencia, Xto espera de todos y cada uno de nosotros que nos pongamos a sus pies y que con docilidad le dejemos hacer con nuestras vidas lo que Él quiera. Algunos tendrán que darle su misma vida, como los mártires que a lo largo de los siglos han dado testimonio de Xto con su sangre; otros deberán renunciar a sus posesiones materiales viviendo bajo los tres votos religiosos; y todos deberemos siempre usar rectamente de aquello que se nos ha confiado, buscando hacer el bien.
No obstante, en este “vender todo lo que tiene” del que habla las parábolas del tesoro escondido y de la perla, no siempre pensamos en un aspecto importantísimo que hemos de incluir en dicha venta. Xto vino al mundo para reconciliarnos con el Padre y, el modo en el que lo hizo fue cargando con nuestros pecados; y son éstos los que debemos darle a Él constantemente.
Para poder dar a Xto nuestros pecados, antes es necesario que nos tengamos por pecadores, que sepamos distinguir el bien del mal, que aprendamos a conocer nuestras malas inclinaciones; en resumidas cuentas: es imprescindible que tengamos el sentido del pecado. Hoy día, desgraciadamente, aunque no por casualidad, el mundo ha perdido dicho sentido. No es que nos hayamos hecho inmorales es que da igual que hagamos el bien o el mal porque estos han dejado de existir. Lo bueno es lo que me apetece e incluso mi apetencia es buena hasta que yo mismo decida que sea mala.
No estoy hablando de la falta de conciencia de pecado entre los no creyentes, entre los agnósticos o entre los ateos, me estoy refiriendo a la falta de sentido del pecado que tenemos los que nos llamamos seguidores del mismo Xto. No es raro escuchar en las, pocas confesiones sacramentales que se realizan si las comparamos con el número de comuniones, a personas que, tras algunos meses sin confesarse, dicen tener uno o dos pecados. Y esto, queridos hermanos, no es normal en un creyente. ¿Cómo va a ser posible en varios meses que lo único que hayamos hecho mal haya sido una crítica o una mala contestación? San Juan nos dice que el que afirme que no ha pecado es un mentiroso. Si no conocemos nuestros pecados, no podemos arrepentirnos de ellos y, en consecuencia, no se nos podrán perdonar y, menos aún, no podremos corregirnos jamás. ¿Cómo vamos a tener sentido de pecado cuando no nos afecta realmente pecados tan graves como el aborto, la eutanasia, los constantes ataques a la institución de la familia, a la figura del Santo Padre, a la misma institución de la Iglesia, al mismo Dios? Todo esto no nos afecta porque, sin darnos cuenta, nos vamos dejando contagiar del espíritu de relativismo moral del mundo y del laicismo radical que nos está absorbiendo.
Esforcémonos por conocer nuestros defectos y nuestras miserias, reconozcámonos pecadores y arrepintámonos del mal que hayamos cometido, confesemos a Xto todos nuestros pecados, permitámosle que los tome y nos reconcilie con el Padre; de este modo podremos alcanzar el tesoro escondido que es el Reino de los Cielos.