Hermanos todos que habéis venido a la casa de Dios para hablar con Él, para darle culto, para manifestar vuestro amor a Aquel que sabéis que os ama y desea también ser amado por todos sus s hijos.
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Acabamos de escuchar ese relato tan sencillo y profundo del ciego Bartimeo en el que tantos han sabido reconocer su propia necesidad de salvación. Saberse ciegos, necesitados de Dios, que es el único que puede salvar, es una gran sabiduría. Y llegar a gritar esta necesidad delante de todos es un testimonio de fe, que enseguida encontró eco en el Corazón de Cristo. Bartimeo sabe a quién ha acudido. Está ciego en sus ojos corporales, pero sabe ver que esa circunstancia de que Jesús pase junto a Él es la gran oportunidad de su vida. Por lo que le han contado previamente de Jesús y por lo que ha meditado esa noticia, ha llegado a la conclusión de que Jesús es el Mesías esperado por tantos creyentes judíos durante siglos.
En Bartimeo reconocemos unas actitudes que son las que en este domingo podemos meditar y llegar a interiorizar esta palabra que hemos escuchado. Palabra de dios viva y eficaz, capaz de cambiar nuestras vidas si nosotros nos dejamos interpelar por ella.
Lo primero que nos llama la atención cuando nos comparamos con este ciego es su confesión de Jesús, su testimonio, pues le llama no por el nombre habitual o de pila como decimos los cristianos, sino por su título mesiánico: “Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí”. Muchos de los que seguían a Jesús nada más se fijaban en que hacía milagros y pensaban en ver cosas maravillosas, en el espectáculo nunca visto por ellos. Iban tras Jesús por curiosidad. Otros por interés: o estaban enfermos o tenían algún familiar que podía ser curada de enfermedad que era una carga insoportable para él y para su familia. Pero nuestro ciego ve mucho más en Jesús. Ha interiorizado la Palabra que había escuchado en la sinagoga y descubierto la concordancia de las profecías de los profetas con las obras y las palabras que le habían contado de Jesús de Nazaret.
Esta actitud modélica cuestiona nuestra participación en la liturgia, pues debe ser cada celebración un testimonio de fe de unos para otros, también para los que no asisten a nuestras celebraciones, pero ven en casa que sois fieles a disponeros a ir a la Iglesia cada domingo y a otras celebraciones. Esto está muy bien, pero también debemos salir de cada celebración impactados por lo que hemos visto y oído como los contemporáneos de Jesús. Hemos visto que otros también creen y se toman la molestia de dejar trabajos, entretenimientos muy tentadores, un descanso sin límites, etc. y han venido a la Iglesia, e incluso a ésta que está tan lejos de vuestras casas. Pero también habéis oído la Palabra y ¿qué efecto ha producido? De aquí tenemos que salir con el compromiso de cambiar. Me examino y descubro que yo no soy capaz de dar testimonio como Bartimeo en mi familia, en mi ambiente de trabajo. No se trata de hacerlo con violencia, enfado o descarado anti-testimonio: por ejemplo, digo que Dios nos ama a todos, y son varios los que no se sienten amados por mí. Pues ese testimonio al ser tan parcial o inconstante no llega a ningún corazón, no interpela a nadie. También la constancia. Nuestro ciego tuvo que aguantar que le estuviesen diciendo que se callara y él seguía llamándole a Jesús Hijo de David. Ni siquiera atenuó o rebajó el mensaje.
Otra cosa que llama la atención en el Bartimeo que nos presenta Marcos es la pobreza material y corporal del ciego, pero en cuanto le dicen que Jesús le llamaba a él tiró su única posesión: el manto. Para seguir a Jesús es necesario dejar algo de nuestros egoísmos, de nuestras pertenencias, de nuestra propia voluntad para secundar la voluntad de Dios. Sin renuncia no hay elección posible. Si decimos “hágase tu voluntad” como María, nuestra Madre, hemos de renunciar a algo. Ella dejó todo, toda su persona fue una renuncia a lo suyo y puso su voluntad en manos de Dios. Lo dijo y lo cumplió. Fue Madre de Jesús y Virgen totalmente desprendida para que Jesús cumpliera su misión y se fuera a predicar sin acapararlo e invocar sus derechos de madre viuda.
Cuántas veces la objeción que ponemos interiormente a Dios, para no darnos a Él enteramente, es sospechar que nos va a pedir algo que nos va a costar. Bartimeo se deshizo hasta de su manto y se llevó la sorpresa de que Jesús le dijo: «¿Qué quieres que haga por ti?» ¿Por qué no hacemos la prueba de nuestra entrega total a Dios, de quitar aquello que le ofende en nuestras vidas, que no es conforme a su espíritu, para comprobar después que Dios no se deja ganar en generosidad? Bartimeo no sólo pidió compasión, le proclamó como el hijo de David por antonomasia, pues entre los presentes había muchos descendientes de David, al menos espiritualmente todos se sentían así. Pero todos entendieron, y a Jesús no le pasó inadvertida, esa confesión de fe.
También merece nuestra atención la misma petición en sí: «Ten compasión de mí». No hace una interminable exposición victimista de lo que ha padecido por su enfermedad. Una expresión muy concisa es suficiente. Lo sorprendente es que su petición está en plena conformidad con la enseñanza de Jesús, don precioso de su revelación profética: la oración no debe ser prolija en palabras, sino confiada (cf. Mt 6,7-8). Ahí debemos poner todo nuestro corazón, que le llegue al Señor esa confianza en que nos va a escuchar infaliblemente, aunque nos dé algo diferente a lo que pedimos o se haga de rogar para que se afiance nuestra confianza en Él.
La actitud de Bartimeo es la propia de un santo. Sus palabras y su disposición son perfectas. La mayoría de nosotros quizás no lleguemos a tanto. Pero sí podemos en esta Eucaristía que nos regala hoy el Señor exponerle nuestra confianza con toda sencillez. La lectura de Hebreos nos ha hablado de que tenemos en Jesús un Sumo sacerdote capaz de compadecerse de nuestras debilidades. Esto nos debe animar a confiar plenamente y así llegar al fondo del Corazón de Jesús. Necesitamos que nos cure tantas llagas que ha producido en nosotros ese egoísmo casi incurable que padecemos. Sólo este Sumo Sacerdote puede presentarnos ante el Padre de las misericordias, para que devuelva a nuestro corazón la capacidad de amar generosamente que tuvo en el instante antes de que le alcanzara la contaminación del pecado original. Oremos también por toda la Iglesia necesitada de oración: muchos en ella están tentados, o su fe pasa por momentos difíciles; y por la Iglesia perseguida: aunque nos dan un testimonio de fe, que hemos de pensar más bien que es su oración la que nos sostiene a nosotros. Ampliemos nuestro horizonte y no temamos ser exagerados, pues la oración tanto alcanza cuanto es la confianza que en la misericordia de Dios se pone.