Queridos hermanos en el Señor:
Nos reunimos en este domingo, en torno a este altar, porque necesitamos expresar el asombro eucarístico que brota ante el amor extremado de Cristo, que me amó y se entregó por mí. Venimos hoy a esta basílica, porque no podemos vivir sin celebrar «la locura de la Eucaristía», instituida por Jesús en Cenáculo: gesto supremo de entrega y de generosidad sin límites, sacrificio que nos libera de todo pecado, alianza nueva y eterna que nos colma de esperanza. En la Eucaristía nos debe asombrar que Dios haya querido vivir nuestra vida para que nosotros podamos vivir la suya. Ante semejante don sólo cabe vivir agradeciendo y ofreciendo nuestra vida por amor. Tengamos la certeza de que a Dios le interesa todo lo humano, todo lo nuestro, todo lo que nos sucede, nuestras alegrías, penas y anhelos.
La liturgia nos propone hoy el evangelio que la tradición ha denominado “del joven rico”. Lo conocemos bastante bien; me parece un pasaje que nos podría dejar cierta sensación de tristeza por su desenlace, pero en el que Jesús ofrece una enseñanza fundamental, también para nosotros, que queremos vivir como discípulos suyos. Uno corrió hacia Jesús y se arrodilló ante él. ¿Quién era ese hombre? No lo sabemos: Mateo y Marcos no dan ninguna pista (uno). Lucas refiere que era uno de los jefes, alguien que tenía autoridad. Desde luego, no parece que fuera un anciano, porque se le acercó corriendo y, además, se arrodilló. Seguramente se vio atraído y seducido por el Señor a quien llama «maestro bueno». Las personas sencillas se maravillaban ante la manera de hablar del Jesús: «¡Jamás un hombre ha hablado como ese hombre!», reconocerían más tarde los guardias a los fariseos (Jn 7, 46). Jesús hace amable la Verdad. —Maestro bueno, ¿qué he de hacer para heredar la vida eterna? A aquel joven le movía seguramente una intención noble: deseaba saber lo que debía cumplir para alcanzar la promesa divina. El Señor le indica, primero, el camino de los mandamientos. Sin embargo, la respuesta del joven, que los había cumplido desde niño, suscitó un afecto especial en Jesús, que se le quedó mirando con cariño. El detalle de esa mirada de predilección no debe pasarnos desapercibido: quizá sea una de las miradas más tiernas de Cristo recogida por los evangelistas. Jesús había mirado en ocasiones con indignación a los judíos y a los fariseos por su incredulidad; o con tristeza ante la ciudad de Jerusalén, por su rechazo al Mesías y la ruina que le sobrevendría. En el patio del Templo, también los ojos de Jesús se volvieron hacia Pedro, que tan solo unas horas antes, le había asegurado dar la vida por él. Y con aquella mirada Pedro comprendió que a Cristo no se le puede seguir con arrogancia, con soberbia, con la seguridad puesta en las propias fuerzas. Solamente se le puede seguir con sencillez y con la confianza puesta en Él. Nadie se dio cuenta de aquella mirada llena de compasión, pero a Pedro le abrió las puertas del arrepentimiento y de la conversión.
En nuestro evangelio, Jesús se queda mirando con cariño al joven rico, y por amor le pide algo difícil: Una cosa te falta: anda, vende cuanto tienes, dale el dinero a los pobres y luego ven conmigo. La oferta era inesperada y drástica, e implicaba un cambio radical de vida, dar un salto en el vacío, un acto de fe; Jesús le estaba ofreciendo ser su discípulo, estar con él, vivir a su lado. Pero la condición era estar dispuesto a dejarlo todo, absolutamente todo. Y Jesús no hace “rebajas”; exige la totalidad de la vida y el corazón entero.
Aquí se produce un punto de inflexión, porque de una escena muy bella (ese joven de vida limpia a los pies de Cristo) pasamos a otra triste e inquietante (el joven se aleja y Jesús pronuncia unas palabras que desconcierta a los apóstoles). Aquel joven se marchó triste porque tenía el corazón puesto en sus riquezas y no fue capaz de acoger el don divino, la sabiduría que, –como dice la primera lectura–, es más preciosa que el oro y que la plata. Mirad, hermanos, el Señor sabe que las cosas materiales no pueden colmar el corazón humano; tal vez, lo llenan, pero sin poner alegría en él.
Ante la negativa del joven rico, Jesús instruye a los suyos, revela la verdad. Es entonces cuando hace esa consideración: Qué difícil es que los ricos entren en el reino de Dios. Ésta era una frase muy dura para los discípulos: ¿acaso las riquezas para un judío no eran el don que el Señor otorgaba a los que cumplían la ley? ¿Cómo es que siendo un don divino son ahora un obstáculo para entrar en el reino? Jesús les aclara el sentido: para entrar en el reino de Dios es preciso tener un corazón libre y desprendido. No se trata tanto de tener más o menos; Dios puede conceder al rico el desprendimiento de sus riquezas; lo fundamental es que el dinero sea un siervo, no un señor. Para nosotros lo verdaderamente importante es saber para qué vivimos. Si vivimos para acumular dinero, nunca nos sentiremos satisfechos; siempre nos faltará algo esencial en el corazón. Si vivimos, en cambio, para acoger el amor de Dios con generosidad y desprendimiento, para ponernos al servicio de este amor y al servicio de nuestros hermanos, cada uno según su vocación, entonces la alegría divina colmará nuestros corazones. Tened la certeza de que existe una plenitud de vida que se concede sólo a quien tiene el valor de desprenderse de las cosas y de vivir verdaderamente en el amor.
La experiencia del joven rico es una experiencia muy nuestra; me atrevería a decir que es nuestra experiencia cotidiana. Jesús me está invitando constantemente a una mayor intimidad con Él, y yo frunzo el ceño y me doy media vuelta, porque me da miedo, porque no termino de fiarme de él. El cardenal Van Thuan reconocía esto mismo: «En mi vida, y también ahora que soy cardenal, he tenido y tengo miedo a las exigencias del Evangelio: tengo miedo a la santidad, tengo miedo a ser santo. Me gustan las medias tintas. Sin embargo, Cristo me reclama cada minuto que ame a Dios con todo el corazón, con toda el alma, con todas mis fuerzas, con todo mi ser. Todos los días he vivido momentos como los del joven rico del Evangelio, que se marcha triste porque tiene muchos bienes».
Vamos a pedirle a María, causa de nuestra alegría, que nos ayude a entrar en el misterio del amor que se entrega, para que con un corazón libre y desprendido de las cosas, como fue el suyo, estemos dispuestos a obrar siempre el bien. Que así sea.