Muy queridos hermanos:
Nuestra comunidad benedictina se alegra al celebrar hoy con vosotros la eucaristía dominical en la que el Señor nos invita a participar en la mesa del Pan y de la Palabra. Todos necesitamos acudir cada domingo a este sagrado banquete para reponer nuestras fuerzas espirituales, para resituarnos ante Dios, nuestro Creador y nuestro Padre, para revisar, en cierto modo, nuestra vida y así entregarnos a Él con fidelidad y servirle con un corazón sincero y generoso (cf. Oración colecta). Qué importante es, hermanos, celebrar el día del Señor, reavivando en nuestro interior los valores perennes del Evangelio (la fe, la esperanza, el amor), a fin de aclamar con el salmista la gloria y el poder del Señor (salmo responsorial).
La liturgia de este día nos invita a contemplar un relato polémico de la vida de Jesús, en el que fariseos y herodianos –dos grupos radicalmente enfrentados entre sí– acuerdan conspirar contra el Señor. Tal era su odio hacia aquel Maestro que cautivaba a los sencillos de corazón, que predicaba la ley del amor y del perdón y que se atrevía a llamar “Padre” a Dios. San Mateo nos revela las intenciones ocultas y perversas de aquella pregunta que le dirigieron: Maestro, sabemos que eres sincero y que enseñas el camino de Dios conforme a la verdad… Ciertamente parecían nobles esas palabras, pues Cristo era y es la Verdad misma y el camino que nos conduce hacia Dios: Yo soy el camino, la verdad y la vida; nadie va al Padre si no es por mí. Sin embargo, su intención no era recta. Lo que pretendían era tentarle, tenderle una trampa. Dinos, pues, qué opinas: –prosiguieron– ¿es lícito pagar impuesto al César o no? Mirad, si Jesús respondía que sí era lícito, los fariseos le desacreditarían frente al pueblo judío, que se oponía a la dominación de Roma; por el contrario, si respondía que no era lícito, daría pie a los partidarios de Herodes para poder denunciarle ante las autoridades romanas. Éstas eran las verdaderas intenciones de quienes le interrogaron.
Pero Jesús, que conoce el corazón humano hasta lo más profundo, advierte aquel engaño y destapa su hipocresía. Entonces pide que le muestren la moneda del impuesto que se pagaba al emperador y les replica: Pagadle al César lo que es del César, pagadle la moneda material que lleva grabada su imagen; eso es lo que le corresponde al César, pero nada más. Con sus palabras, Jesús reconocía el poder civil y sus derechos y señalaba como parte de la voluntad de Dios el cumplimiento fiel de los deberes cívicos.
Pero su respuesta no se detiene ahí, sino que añade una segunda parte, un reverso inesperado, cuya profundidad ellos no alcanzaron a comprender: Pagadle al César lo que es del César y pagadle también a Dios lo que es de Dios. ¿Qué significaban estas palabras? ¿Con qué moneda ha de pagar el hombre a Dios? ¿Qué es lo que le pertenece a Dios realmente? A Dios le perteneces tú; Él te ha creado a imagen suya por puro amor. La moneda de Cristo es el hombre –dirá san Agustín–. En él está la imagen de Cristo, en él el nombre de Cristo, la función de Cristo y los deberes de Cristo (Homilía 90, 10). Así pues, aquella pregunta malintencionada fue ocasión de una bella enseñanza para nosotros. La moneda que debemos a Dios es nuestra vida, nuestra vida entera. Por eso, tenemos que recuperar la imagen del hombre perfecto, Jesucristo, grabada en nosotros pero desfigurada con nuestros pecados. Necesitamos mirar a Cristo, conocerle mejor, imitarle más, suplicarle que sea Él nuestra imagen, que sea el sello indeleble de nuestro ser, que nos revistamos de sus mismos sentimientos hasta poder decir con san Pablo: Es Cristo quien verdaderamente vive en mí.
Os invito a considerar, a la luz de esta palabra de vida, qué estamos tributando al César y qué estamos tributando a Dios. A semejanza de los cristianos de Tesalónica, demos testimonio con la actividad de nuestra fe, con el esfuerzo de nuestro amor y con el aguante de nuestra esperanza. No podemos excusarnos en los tiempos, ciertamente adversos en muchos sentidos; los tiempos somos nosotros, los tiempos dependen también de nuestro compromiso y de nuestra fidelidad al Evangelio. El Espíritu Santo busca en esta hora testigos audaces y enamorados de Cristo, dispuestos a dar un testimonio auténtico y visible de vida cristiana.
Como sabéis, hoy la Iglesia celebra la Jornada Mundial de las misiones con un lema inspirado en palabras del papa Francisco: «Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría». Que nuestro donativo generoso en ayuda de las misiones sea una preciosa contribución en favor de la vida digna y la alegría de muchos hermanos necesitados.
A María nuestra Madre le pedimos que nos ilumine y nos aliente para salir de nuestra tibieza, de nuestros miedos y amarguras, y seamos capaces de darle a Dios lo que es suyo, y de hacer siempre amable la verdad. Que así sea.