Hermanos amados en el Señor: El Señor nos ha convocado a reunirnos en su casa de oración para hacernos partícipes de sus dones. Pero no siempre estamos preparados para recibir estos dones suyos, porque no nos hemos parado a considerar qué dones son ésos y si nos convienen. Generalmente despachamos el asunto con la pregunta implícita de si nos gustan, no si nos convienen. Y la respuesta que damos a esa pregunta se contenta con el análisis del aspecto más superficial e inmediato. Su aspecto nos parece poco cómodo e ingrato. No estamos para meternos en profundidades: tenemos muchas cosas que hacer, tenemos que pisar tierra, -nos decimos- y damos de lado lo más necesario para nuestra existencia impelidos por lo urgente valorado según lo que hace la inmensa mayoría, que es pasar de preguntas y necesidades trascendentes y contentarse con las fugaces necesidades físicas y sensibles del momento.
El Señor nos ha convocado a escucharle a Él, pues su Palabra y sus dones no se limitan a las necesidades materiales del momento o al bienestar físico actual. El Señor tiene una visión muy amplia de la realidad. La nuestra es miope, desfigura lo que está mínimamente alejado de nuestros ojos. La oración colecta que hemos rezado al principio nos descubre lo que ha hecho el Señor con nosotros sin darnos cuenta sensiblemente: “Oh, Dios que unes los corazones de tus fieles en un mismo deseo”. Si nosotros le agradecemos al Señor esa gracia de despertarnos a su amor continuamente Él multiplicará sus dones, como en definitiva hace pues le pedimos a continuación, inspirados por su Espíritu: “inspira a tu pueblo el amor a tus preceptos y la esperanza en tus promesas, para que, en medio de las vicisitudes del mundo, nuestros corazones estén firmes en la verdadera alegría”.
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Vamos pues a ver cuál es esa verdadera alegría del corazón humano y qué hay que hacer para alcanzarla. La Palabra de Dios es la que nos proporciona esa seguridad de no andar equivocados en lo que nos conviene verdaderamente, en andar acertados y salir al encuentro de Dios que es el primero que toma la iniciativa y además nos da fuerza para resistir la tentación de refugiarnos en la superficialidad.
La primera lectura nos ha relatado la comunicación que le hace el profeta Isaías de parte de Dios a Sobna, mayordomo del palacio de David, de que iba ser sustituido por Eliacín, del que se dice algo tan extraordinario que los intérpretes, gracias a Dios, convienen en que no se refiere a él mismo sino a Jesucristo, el Mesías. Nosotros podríamos decir que esta lectura es una promesa mesiánica y quedarnos tan satisfechos. Y ciertamente no es para menos. Lo que ocurre es que toda la palabra de Dios es elocuente, no sólo determinadas frases, mientras nos saltamos otras muy comprometidas para nuestros intereses rastreros. La cuestión es cómo debemos leer la Sagrada Escritura. Una buena manera de llegar a la verdad sobre nosotros mismos es buscar nuestro nombre escrito tras aquellos personajes que no quedan bien en el relato. Tenemos que tener el valor de decir: ése Sobna orgulloso que se labraba un sepulcro en un altozano para ser honrado por la posteridad aprovechándose de su poder, ése soy yo.
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Jesús es el Mesías, es Dios de quien nos dice san Pablo -en las breves, pero densas palabras de la carta a los Romanos que se han proclamado-, que es origen, guía y meta del universo. Y san Pedro también confesó que Jesús era el Mesías, el Hijo de Dios vivo. Y Jesús le colocó al frente de su Iglesia. Pero aunque no se haya leído el resto del relato todos sabéis que Pedro se atrevió a contradecir a Jesús cuando les anunció a los apósotoles que iba a ser condenado a muerte ignominiosa por los dirigentes religiosos de su pueblo. Y sorprendentemente Jesús le llama Satanás, porque de esa manera se oponía al plan de Dios sobre el Mesías, que era el del Siervo sufriente del profeta Isaías y no el Mesías Rey triunfador sobre los enemigos políticos de Israel.
En alguna ocasión sale a relucir en los Evangelios esa pretensión de los Apóstoles, antes de ser transformados el día de Pentecostés, de dar órdenes a Jesús.
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Confesar a Jesús como Mesías sin nosotros reconocer que somos pobres criaturas, sin ponernos en nuestro lugar ante Dios es una confesión inconsistente. En cuanto veamos que queda al descubierto nuestra fragilidad intentaremos salirnos del plan de Dios y entonces ya nos estamos arrogando el poder discutirle a Dios su voluntad en un plano de igual a igual. Sorprende cómo los hombres y mujeres espirituales de todos los tiempos en cuanto los hombres les alaban rebaten enseguida sus palabras, porque no quieren perder su imagen de criatura y cambiarla por la de poseedor por derecho de conquista de una virtud incuestionable o de un poder espiritual superior. Tal es así que un monje del siglo VII, Isaac el Sirio, pronunció estas palabras que evidencian una perspectiva espiritual en la que el hombre reconoce que no puede discutir a Dios sus disposiciones, sino aceptar siempre que los hombres somos infieles a la alianza de amor e incapaces de cumplir todos los mandamientos:
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«Aquel que reconoce sus propios pecados… es más grande que aquel que, por su oración resucita a los muertos. Aquel que gime durante una hora por su alma es más grande que aquel que abraza al mundo por su contemplación. Aquel a quien se le ha dado ver la verdad sobre sí mismo es más grande que aquel a quien se le ha dado ver a los ángeles.»
Para nosotros son sumamente apetecibles esos carismas espirituales que dan tanto prestigio, como ha ocurrido en las vidas de los santos. Y nos engañamos porque para nosotros pecadores sería el comienzo de nuestra perdición. Ha habido santos que han resucitado muertos, que han tenido una contemplación muy elevada, etc, pero también que ha habido otros que después de gozar de carismas extraordinarios se han perdido. Isaac el Sirio como todos los verdaderos espirituales prefirieron no tener esos gracias extraordinarias e incluso verse pecador y llorar su pecado para asegurar que sólo la misericordia de Dios puede asegurar su salvación y no sus fuerzas y méritos.
El reconocimiento no sólo de nuestra pequeñez sino aún de nuestro pecado, —lo cual supone descender mucho más—, no seríamos capaces de hacerlo sin una confianza inquebrantable en la misericordia de Dios. Tan imprescindible es nuestra humildad como la confianza en su misericordia. Si falta una u otra de modo absoluto estaríamos instalados en un pecado contra el Espíritu Santo. Ofensa es el pecado contra los mandamientos, pero el que desconfía de la misericordia de Dios y no pone los medios para alcanzarla hiere profundamente el Corazón de un Padre cuya esencia es amar. Es un insulto muy grave a su persona.
Al participar en la Eucaristía las normas litúrgicas establecen unos ritos que nos ayudan a manifestar nuestra adoración ante este hecho trascendente que celebramos: que Dios se haya hecho hombre y dado su vida por rescatarnos de la muerte eterna a la que nos conducen nuestros pecados. Así por ejemplo siempre que se pronuncia el nombre de Jesús se ha de hacer una inclinación de cabeza y profunda cuando en el Credo se dicen las palabras: «Y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre». Y también ayuda a recibir bien la sagrada comunión hacerlo de rodillas como signo corporal de adoración, pues además de no tener pecado mortal que nos lo impida, el hacerlo de rodillas nos recuerda que el poder comulgar siempre es un regalo de la misericordia de Dios. Pero se necesita vencer respetos humanos, pues la costumbre mayoritaria de hacerlo de pie y en la mano es ya una barrera social. Con lo cual cuesta vencer la vergüenza y después la vanidad.
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En los cantos de esta celebración nos ayudan a los monjes los participantes en el Curso de Canto Gregoriano que tiene lugar esta semana en nuestra hospedería. Además de agradecerles esta valiosa colaboración pidamos también para ellos que aquello que cantan sea también objeto de su oración y aún lleguen a testimoniarlo con su vida.
Y sobre todo sea objeto de nuestra oración constante la persecución de los cristianos en el próximo Oriente y en África de parte de extremistas musulmanes. Ellos son un ejemplo profético para nosotros, pues la persecución amenaza a extenderse a occidente en breve plazo.