Queridos hermanos en Cristo:
En el tiempo de verano que acabamos de comenzar nuestro corazón siente también la necesidad de escuchar palabras que iluminan y dan sentido a la vida. En medio de tantos mensajes fascinadores y seductores, a menudo vacíos y efímeros, nuestro interior se encuentra muchas veces como tierra reseca y sedienta, que anhela ser empapada por el rocío del Espíritu Santo. La celebración eucarística nos brinda la oportunidad semanal de saciarnos con la palabra de Dios, palabra verdadera, palabra de vida eterna. Nos ayuda también a tomar conciencia de que formamos un cuerpo en Jesucristo, una preciosa comunión en Él. Podríamos decir que la misa dominical afianza nuestro corazón en la «cultura del nosotros», de la pertenencia a la comunidad cristiana. Necesitamos participar en ella para resistir a la «cultura del yo», al feroz individualismo que invade el pensar y el actuar del hombre contemporáneo. Reunidos en torno al altar experimentamos una gran certeza: que somos amados por Dios, lo cual nos hace sentirnos valiosos y empujados a salir hacia fuera, en dirección al hermano (J.Mª. Fernández-Martos). Aquí Dios toca nuestro corazón; lo toca y lo transforma en un corazón abierto y entregado a los demás, que presenta a Dios las calamidades del mundo, que arriesga por los otros, que se implica, que se alegra, que sufre y que comparte.
A mi modo de ver, dos palabras están en el corazón de la liturgia de este domingo: seguimiento y libertad. El seguimiento es fruto de una llamada, de una vocación. Nos habla de la iniciativa de Dios: Él es el primero, el que comienza, quien llama y envía. El hombre es el segundo, es quien responde. Dios es el protagonista; el hombre es eco de su palabra. Hay una gran sabiduría en conservar esta certeza a lo largo de la vida: Dios tomó la iniciativa conmigo y yo, tras su llamada, respondí y convertí mi existencia en un sí; un sí que me hace libre porque me hace vivir en la verdad. Seguimiento de Cristo, libertad y verdad son realidades que no se pueden separar.
La primera lectura nos remonta a la vocación profética de Eliseo. Elías había recibido el encargo de ungirle como sucesor suyo. Mientras estaba arando con los bueyes, Elías pasó a su lado y le echó encima su manto, para significar que tomaba posesión de él y lo convertía en discípulo suyo (A. Vanhoye). Después de despedir a su familia, Eliseo siguió a su maestro y se puso a su servicio.
El Evangelio, por su parte, nos presenta de modo muy escueto algunas escenas en las que Jesús llama o en las que alguien muestra deseos de seguirle; todo ello sucede de camino hacia Jerusalén, donde sabe que va a consumar su ministerio. En todos los casos, queda de manifiesto es que la llamada de Jesús es exigente. Él es consciente de la importancia radical de su propia misión, por eso no admite la mínima duda, la mínima demora por parte de sus seguidores. Cuando Jesús llama, uno debe mostrarse dispuesto a seguirle. Es más, para seguir a Jesús es preciso dejarlo todo; es necesario dejar la propia comodidad y aceptar una situación difícil. Esto no debe hacernos olvidar, sin embargo, que la exigencia de Jesús es una exigencia inspirada en el amor, no en la severidad. Él ha venido para salvar al mundo, y él nos llama y nos envía –según el estado de cada uno– para colaborar en esa misión de suprema importancia.
La segunda lectura, tomada de la Carta a los Gálatas, nos ofrece un mensaje que completa la perspectiva del Evangelio. San Pablo explica que, en la nueva condición de hijos de Dios, los cristianos no están obligados a cumplir todas las prescripciones de la ley de Moisés. El apóstol insiste en que Cristo nos ha liberado con su muerte y añade esta frase: «Hermanos, vuestra vocación es la libertad: no una libertad para que se aproveche el egoísmo». La libertad cristiana no puede confundirse con el libertinaje, con la vida disoluta, sino que va en la dirección del amor y del servicio: «sed esclavos unos de otros por amor». La verdadera libertad no consiste en satisfacer el propio egoísmo, sino en el ejercicio del amor generoso (A. Vanhoye).
Esta enseñanza de Pablo es siempre actual y la debemos poner en relación con el seguimiento. Seguir a Jesús implica tomar nuestra cruz cada día y caminar tras sus huellas; exige comprometerse con él en el amor a Dios y en el amor al prójimo. Es el seguimiento coherente el que nos hace verdaderamente libres, desprendidos de las ataduras del materialismo y del hedonismo, libres para amar, para servir y para adorar.
Hoy asistimos a la eucaristía probablemente con cierta inquietud ante el resultado de las elecciones que se celebran. Disipemos todo temor. Dios sabe escribir derecho en los renglones torcidos de los hombres; sabe sacar un bien incluso cuanto las cosas parecen torcerse. Suscita testigos valientes y audaces cuando los tiempos lo requieren. Un apóstol cercano a nosotros, en una situación tremendamente difícil, oraba con esta confianza: «Yo me siento, más que nunca, en las manos de Dios. Es lo que he deseado toda mi vida, desde mi juventud. Y eso es también lo único que sigo deseando ahora. Pero con una diferencia: hoy toda la iniciativa la tiene el Señor. Le doy gracias por ello y me abandono totalmente en sus manos» (cf. P. Arrupe). No lo olvidemos, hermanos, a Dios no se le ido de las manos la historia de los hombres, ni la historia de España. Él sigue guiando y protegiendo la nave la Iglesia, sigue iluminando y dando fuerza a sus hijos para que den testimonio de la única esperanza que nos puede salvar.
Pidamos al Señor, por mediación de María, que nos haga mensajeros intrépidos de su evangelio allí donde transcurre nuestra vida; que nos ayude a comprender y secundar su proyecto de ternura y misericordia sobre el mundo; que nos dé su gracia para combatir y vencer el mal sólo con la fuerza del bien, para ser instrumentos de su paz; pidámosle que sostenga nuestra plegaria para que aumenten los obreros de la mies y para que nuestra alegría consista en que nuestro nombre se halla inscrito en el libro de la vida.