“Cuando llegaron encontraron el sepulcro vacío”, nos dicen los evangelistas, nos dicen los evangelistas a propósito de las santas mujeres que fueron a visitar el sepulcro la mañana del Domingo. Había tenido así lugar lo anunciado pero no entendido, aunque algún tiempo después fue la primera proclamación hecha por Pedro: “Jesús a quien vosotros crucificasteis y a quien Dios resucitó de entre los muertos”. Como había dicho Jesús, Él entrega y retoma la vida cuando quiere. Es lo que se nos acaba de anunciar en el Evangelio. Son palabras y hechos demasiado sorprendentes para nuestra incredulidad pero demasiado fáciles para el poder de Dios. Tanto más cuanto que lo propio de Dios no es la muerte sino la vida. Por eso preguntan los ángeles: “por qué buscáis entre los muertos al que está vivo?” (…), ¿al que es el viviente por los siglos de los siglos?
La Resurrección de Cristo significa que aunque Dios haya permitido que el cuerpo de su Hijo haya sido torturado, sacrificado y muerto una vez, como precio para la vida del mundo, ningún poder del mundo ni del infierno puede impedir que Dios retome la vida para siempre. Nada puede estorbar que triunfe sobre cualquier intento de aniquilar su vida, su memoria y su presencia triunfante, ni que la humanidad pueda contemplar cara a cara al que traspasaron, victorioso sobre cualquier presunción de hacerle desaparecer de la tierra de los vivos, de la que más bien se desvanecerán para siempre los que han querido abolir al Señor de la Vida y de la Historia.
Él es el que, ayer como hoy, se reserva su reaparición tanto para los que le esperan como para los que dan por consumado su eclipse. Él se define como el que es “libre entre los muertos”, con una soberana libertad, porque a Él le corresponde ser “el primero y el último, el que estaba muerto pero ha vuelto a la vida” (Ap 2, 8). Él es el fuego que no se extingue, como la zarza ardiente que no se consumía, de la cual toman su llama todo lo que ha venido a la existencia y de la cual se alimentan todos los que están destinados a la inmortalidad.
Si las rocas se estremecieron para significar el dolor del mundo y de la creación por la muerte de Cristo, ahora se abren de nuevo para dar paso al Cristo triunfante sobre la muerte, al Cristo resplandeciente de luz, de gloria y de belleza. La suya fue una muerte transitoria en su cuerpo mortal, porque Él mismo había advertido que “si la semilla no muere no puede dar fruto” (…).
Pocos días antes había hecho una afirmación y una pregunta: “Yo soy la resurrección y la vida, ¿crees esto?”. Dios no depende de nuestras respuestas, pero para nosotros sí es esencial una declaración afirmativa.
como la que recibió entonces, porque de ello depende que nuestra resurrección sea una realidad ya en el tiempo. San Pablo nos habla de resucitar con Cristo para que ya desde ahora habitemos con Él en las alturas. De hecho, también nosotros somos una nueva creación, surgida del agua y de la sangre. Porque “si por un hombre vino la muerte, por un hombre ha venido la resurrección de los muertos, de manera que si en Adán todos pecaron, por Cristo todos recibirán la vida” (Cor 15, 20-22).
El cristianismo no habla sólo de la resurrección corporal de Cristo, ni sólo de la resurrección de todos los hombres al final de los tiempos, aunque sea la afirmación más decisiva de la fe cristiana. La resurrección es algo que está en acto, de un modo real, completamente eficaz, desde la entrada de Cristo en la historia, desde que la fe y la gracia están presentes en el mundo, desde que la Palabra de Verdad deshizo las tinieblas del error, y el Espíritu de Dios fecundó de nuevo el alma de la humanidad el día de Pentecostés.
Por eso la resurrección de Cristo es la primicia de nuestra restauración espiritual y de la liberación del hombre en todos los órdenes; “Yo mismo abriré vuestros sepulcro, y sabréis que Yo soy el Señor; os infundiré mi Espíritu y viviréis, os colocaré en vuestra tierra, y sabréis que Yo, el Señor, lo digo y lo hago”.
Salir de nuestros sepulcros es recoger nuestros huesos calcinados y conjurar sobre ellos el espíritu de Dios para que vuelvan a la vida y reconozcan que su lugar es lo que Él mismo llama la tierra de los vivientes, de los vivientes en Dios.
Cristo tiene nombre de Resurrección y de Victoria: “no temáis; Yo he vencido al mundo”; “Yo soy la resurrección y la Vida”; “el que cree en Mí no morirá para siempre”; si crees que Dios ha resucitado a Cristo de entre los muertos, serás salvado” (Rm 10).
Junto a Él florece la vida, como en la visión de Ezequiel el torrente que manaba del templo purificaba el mar de las aguas salobres, ahora rebosante de peces, y fecundaba sus riberas con toda clase de plantas, que dan cosechas incesantes y frutos que no se marchitan. Porque son aguas que brotan del santuario y que llevan la bendición y la abundancia de Dios.
Son el símbolo de las aguas bautismales que nosotros hemos recibido y que tienen una virtud más poderosa que las del antiguo templo, porque éstas han brotado del costado de Cristo y llevan la fuerza de su gracia. Son los ríos de agua viva que Él mismo anunció que brotarían también de quienes recibieran su Espíritu. El Espíritu, el Agua y la Sangre, dice S. Juan, dan testimonio de que Jesús es el Mesías,
Ese testimonio es el que nos permite creer y proclamar que Jesús ha resucitado y que nos precede en el camino hacsa nuestra patria futura, como Ja coiumna de fuego guiaba a los israelitas por el desierto hacia la tierra prometida; la misma que, simbólicamente, nos ha precedido esta noche guiando nuestra procesión por la Basílica hada el santuario y el altar. Agua y fuego que son los símbolos del Espíritu y de la Vida recuperados para nosotros por el Señor Resucitado.
Entonces la resurrección es ya real porque nos revestimos del hombre nuevo, configurado a imagen de Cristo, a fin de que “andemos en una vida nueva”, en la que “nuestra vieja condición ha sido crucificada con Cristo”.