Queridos hermanos:
En medio de la oscuridad de la noche, nos alegramos ya con la luz de Jesucristo resucitado, que ilumina al mundo desde su victoria sobre la muerte, sobre el pecado y sobre el demonio, como hemos venido recordando desde la bendición del fuego y la preparación y encendido del cirio pascual que simboliza a nuestro Salvador luminoso y victorioso. Lo hemos seguido y cantado en la procesión de entrada y en el pregón pascual se ha proclamado la alegría por este acontecimiento. Tenemos presente así lo que dijo: “Yo soy la luz del mundo” (Jn 8,12).
Nos alegramos al haber recibido la noticia dada a las santas mujeres por los ángeles en el sepulcro de Jesús, como hemos escuchado en el Evangelio de San Lucas (Lc 24,1-12): “Ha resucitado”. Ellas iban allí como el ciervo que busca las fuentes de agua, según afirma el salmo 41 y se ha cantado en el responsorio gregoriano previo al Gloria. Cristo nos da el agua viva que salta hasta la vida eterna y, quien beba de esta agua, no tendrá sed, como dijo a la samaritana (Jn 4,13-14). Por eso, la alegría pascual lleva a la Liturgia a restaurar el canto del Gloria (el que se ha cantado, gregoriano, es del siglo X), así como del Aleluya.
La Resurrección de Cristo es una verdad fundamental de nuestra fe. Se trata de un hecho real, verdadero, acontecido en un momento histórico y que al mismo tiempo trasciende la Historia, como lo recuerda el Catecismo de Iglesia Católica (nn. 639, 647 y 656). En ella se cumplen todas las Escrituras y por eso la liturgia de la Vigilia Pascual va ofreciendo varias lecturas del Antiguo Testamento desde el relato de la Creación, pues la Resurrección ha supuesto una nueva creación del hombre según el modelo del Hombre nuevo, Jesucristo, el segundo Adán, el Verbo encarnado, el Dios humanado, como expone San Pablo en varias cartas (así, Ef 4,22-25 y Col 3,9-10). Estamos llamados a configurarnos según su modelo por la acción del Espíritu Santo, para ser definitivamente glorificados el día de la resurrección de los cuerpos y su reunión definitiva con nuestras almas.
Esto lo hemos visto también expuesto en el texto de la carta a los Romanos que se ha leído (Rom 6,3-11): “si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con Él”. Por Él, nosotros renacemos a la vida de la gracia y resucitaremos a la vida eterna. Su Resurrección perfecciona la condición humana y la eleva a la gloria eterna, participando de la naturaleza divina por la gracia, como dice San Pedro (cf. 2Pe 1,4).
En consecuencia, este nacimiento a la nueva realidad del hombre justifica que en esta noche santa se lleve a cabo el bautismo de los catecúmenos, de los adultos que se han venido preparando para recibir el sacramento por el que se les borrarán el pecado original y todos los pecados y por el que serán constituidos hijos de Dios y miembros de la Iglesia. A continuación vamos a proceder a la liturgia bautismal: después de invocar la intercesión de los santos con el canto de las letanías, realizaremos la bendición del agua y la renovación de las promesas bautismales.
La inmersión de Cristo en el sepulcro y su salida gloriosa resucitando para nuestra salvación, con la cual se enlaza de lleno la liturgia bautismal, será simbolizada por la inmersión parcial del cirio en la pila, después de la cual la Escolanía entonará el Fontes gregoriano: “Fuentes, bendecid al Señor, ensalzadlo con himnos por los siglos”, conforme a un versículo del cántico de los tres jóvenes en el horno encendido que recoge el libro de Daniel (Dan 3,77). Maravillémonos de saber que el gregoriano es un canto esencialmente de la Palabra de Dios, elaborado casi todo él a partir de textos de la Sagrada Escritura y construido de tal modo que se realza la fuerza de cada palabra, porque es Palabra de Dios, en el acento de la misma. De ahí la fuerza espiritual que hace del gregoriano, como también sucede con el canto bizantino y otros cantos litúrgicos antiguos del Oriente cristiano, un canto que trasciende los siglos.
Después de la liturgia bautismal pasaremos a la liturgia eucarística. La fuerza del supremo sacrificio de Cristo en la Cruz y de su Resurrección gloriosa está contenida en el Sacramento de la Eucaristía, donde Él realmente permanece con nosotros hasta el final de los tiempos (Mt 28,20).
La Santa Misa nos sitúa en Jerusalén en los mismos momentos de la Pasión y de la Resurrección. Estos acontecimientos tienen una dimensión supratemporal y por eso la Escolanía cantará durante el ofertorio la antífona Haec dies en versión de William Byrd, compositor inglés del Renacimiento tardío que con su familia padeció frecuentes dificultades por su firme adhesión a la fe católica: “Éste es el día que hizo el Señor; alegrémonos y regocijémonos en él. Aleluya”.
Comulguemos con devoción, si nos encontramos en estado de gracia, meditando las palabras del centurión a Jesús: Domine, non sum dignus, “Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme”, que la Escolanía cantará con partitura del músico claretiano español Luis Iruarrízaga, perteneciente a la llamada “generación del motu proprio”, en alusión al documento con que San Pío X se empeñó en promover el adecuado canto litúrgico.
Para terminar, podemos contemplar a la Santísima Virgen María llena de alegría ante la Resurrección de su Hijo. Si bien los Evangelios canónicos no cuentan la aparición de Jesús resucitado a Ella, muchos autores de la Tradición de la Iglesia, entre ellos San Ignacio (EE, 218-225), San Juan de Ávila (Sermón del Lunes de Pascua) y Santa Teresa (Cuentas de conciencia, 13ª, 12), han considerado que sería la primera en recibir su visita. Alegrémonos con Ella rezando el Regina Coeli, que se cantará al final en versión de Gregor Aichinger, sacerdote católico alemán.
A todos, feliz Pascua de Resurrección.