Queridos hermanos:
En el Evangelio de San Marcos (Mc 16,1-7) hemos escuchado el gran anuncio que el ángel realizó a las santas mujeres en el Sepulcro de Jesús: “Ha resucitado”. Esta afirmación define esencialmente nuestra fe, porque la Resurrección de Cristo es una verdad fundamental del dogma católico e incluso de toda confesión cristiana que se precie de serlo. No fue una sugestión colectiva de los Apóstoles y de los otros discípulos ni una presencia simplemente espiritual entre ellos, como algunos teólogos protestantes y católicos infectados por el virus del racionalismo han pretendido y todavía pretenden enseñar. La Resurrección de Cristo es un hecho real, verdadero, acontecido en un momento histórico y que al mismo tiempo trasciende la Historia, como nos recuerda el Catecismo de Iglesia Católica (nn. 639, 647 y 656).
Al morir en la Cruz, el cuerpo de Jesucristo fue luego depositado en el sepulcro, sin llegar a corromperse. Y su alma humana, pues Jesucristo es verdadero hombre y como tal disponía y dispone de auténtico cuerpo humano y auténtica alma humana, su alma, decimos, “descendió a los infiernos”, como afirmamos en el Credo: es decir, quiso compartir la suerte de los santos del Antiguo Testamento en el Limbo de los Justos o Seno de Abraham, donde fue a rescatarlos para, en el momento de la Resurrección, llevarlos al Cielo, a la gloria eterna definitiva junto al Padre.
El cuerpo de Jesucristo realmente resucitó al reunirse con él su alma por el poder divino del Padre y de la propia persona del Verbo, del Hijo, la segunda persona de la Santísima Trinidad, pues la persona divina del Hijo es la que ha asumido esta naturaleza humana completa y verdadera, de tal manera que en Jesucristo “su divinidad está unida a su humanidad en una unión real, perfecta, sin mezcla, sin confusión, sin alteración, sin división, sin separación; […] en Él se mantienen todas las propiedades de la divinidad y todas las propiedades de la humanidad, juntas en una unión real, perfecta, indivisible e inseparable”, como se afirma en la declaración cristológica común firmada por el Beato Pablo VI y el Patriarca Copto Shenuda III de Egipto en 1973, conforme a la doctrina de los primeros concilios ecuménicos de la Iglesia.
Por lo tanto, Jesucristo realmente salió del sepulcro y se apareció en los días siguientes con un cuerpo glorioso a las santas mujeres, a los Apóstoles y a otros discípulos.
Si los Apóstoles y los otros primeros discípulos de Jesús hubieran querido inventar la historia de su Resurrección, no lo habrían podido hacer peor. En los Evangelios se refleja su estupefacción y hasta su incredulidad. No creen la noticia hasta que comprueban por sí mismos que es verdad. En el relato que acabamos de escuchar, las santas mujeres iban convencidas de ir a embalsamar a un muerto, no tenían la idea de ir a ver si había resucitado. Por lo tanto, no es posible decir que se trate de un relato inventado por los primeros discípulos para superar el golpe psicológico ocasionado entre ellos por la Muerte de Jesús. La actitud aterrada y escéptica de las santas mujeres, de los Apóstoles y de los otros primeros discípulos, es una de las pruebas más evidentes de la verdad de la Resurrección.
La verdad de la Resurrección define esencialmente nuestra fe porque supone la certeza de la victoria de Cristo como auténtico Mesías Salvador. Es la demostración más clara de que Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre, que ha asumido nuestra naturaleza humana hasta identificarse con nosotros en el sufrimiento y en la muerte, y que por su naturaleza divina es también capaz de recuperar la vida.
La Resurrección de Cristo nos sitúa además ante una nueva postura en la vida: estamos llamados a andar en una vida nueva, según nos la dicho San Pablo en la carta a los Romanos (Rom 6,3-11), con el convencimiento de lo que el Apóstol de los Gentiles nos dice: “Si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con Él”.
¿Por qué se nos ha leído el relato de la Creación, tomado del Génesis, como primera lectura de esta Vigilia Pascual? Porque la Resurrección de Cristo supone una nueva creación y un perfeccionamiento de la primera creación. Con la Resurrección de su Hijo, Dios ha obrado una nueva creación del hombre, ha realizado la recreación del hombre, ha elevado aún más la dignidad del hombre, nos ha propuesto el modelo del “hombre nuevo” del que habla San Pablo en varias cartas (así, Ef 4,22-25; Col 3,9-10), y que culminará con la resurrección del cuerpo al final de los tiempos y la gloria eterna. Por el Bautismo, como nos ha enseñado San Pablo en la lectura que hemos escuchado, somos sepultados y renacidos con Cristo, por su muerte y Resurrección.
¿Y por qué el relato de la salida de Egipto tomado del libro del Éxodo? Porque la Resurrección de Cristo supone la liberación verdadera del nuevo Israel, del nuevo pueblo de Dios, que es la Iglesia. Cristo nos ha rescatado de la esclavitud del demonio, del pecado y de la muerte.
Todo esto, hermanos, son motivos sobrados para dar gracias a Cristo por su obra redentora, por su muerte y Resurrección, y para vivir la alegría pascual, propia del cristiano consciente de la victoria de Cristo. Que esta alegría pascual nos transforme interiormente como les acabaría sucediendo a las santas mujeres, a los Apóstoles y a todos los discípulos. Vivamos esta alegría con María Santísima, a la que, aunque no lo recojan los Evangelios sin embargo, según la Tradición de la Iglesia (y así lo recoge San Ignacio en los Ejercicios Espirituales), su divino Hijo se aparecería antes que a nadie.
A todos, feliz Pascua de Resurrección.