Queridos hermanos:
Las santas mujeres que fueron al sepulcro del Señor escucharon de los ángeles la misma afirmación que se nos ha transmitido en el texto evangélico, que este año es el de San Lucas (Lc 24,1-12): “Ha resucitado”. Él mismo lo había anunciado en Galilea, como también los ángeles se lo recordaron a ellas: “El Hijo del hombre tiene que ser entregado en manos de pecadores, ser crucificado y al tercer día resucitar”.
En consecuencia, nos encontramos ante una verdad, ante una realidad profetizada por los antiguos profetas de Israel y por el mismo Cristo. El Mesías, el Siervo sufriente de Yahvé que ha muerto en la Cruz para redimirnos del pecado, ha resucitado, triunfando sobre el pecado, la muerte y el demonio.
La Resurrección de Cristo, por lo tanto, es una verdad fundamental de nuestra fe que no podemos negar ni reelaborar conceptualmente para tratar de adaptarla a escepticismos humanos que dudan de hechos extraordinarios. La Resurrección de Cristo es un hecho real, verdadero, acontecido en un momento histórico y que al mismo tiempo trasciende la Historia, como lo recuerda el Catecismo de Iglesia Católica (nn. 639, 647 y 656).
La Resurrección de Cristo define sustancialmente nuestra fe y toda nuestra actitud ante la vida, según se lo hemos oído a San Pablo en la carta a los Romanos (Rom 6,3-11): “si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con Él; pues sabemos que Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más”. Por Él nosotros renacemos a la vida de la gracia y resucitaremos a la vida eterna. Su Resurrección cambia por completo la condición humana, la eleva, la perfecciona y la abre de lleno a la gloria eterna participando de la naturaleza divina (cf. 2Pe 1,4). Con la Resurrección de su Hijo, Dios ha obrado una nueva creación del hombre, ha realizado la recreación del hombre, ha elevado aún más la dignidad del hombre, nos ha propuesto el modelo del “hombre nuevo” del que habla San Pablo en varias cartas (así, Ef 4,22-25 y Col 3,9-10). Un autor monástico copto-egipcio muy reciente, el P. Matta el Maskine (“Mateo el Pobre”), verdadero “Padre del Desierto” de nuestro tiempo, dedicó una bella obra a reflexionar sobre esta verdad.
Tal nacimiento a la nueva realidad del hombre justifica que en esta noche santa se lleve a cabo el bautismo de los catecúmenos, de los adultos que se han venido preparando para recibir el sacramento por el que se les borrarán el pecado original y todos los pecados y por el que serán constituidos hijos de Dios y miembros de la Iglesia. En nuestra ceremonia nadie va a recibir el bautismo, pero justo a continuación de la homilía comienza la liturgia bautismal y en ella, después de invocar la intercesión de los santos con el canto de las letanías, procederemos a la bendición del agua y a la renovación de las promesas que nosotros hicimos o que nuestros padres y padrinos hicieron en nuestro nombre el día en que recibimos el primero de los sacramentos. La inmersión de Cristo en el sepulcro y su salida gloriosa de él resucitando para nuestra salvación, con la cual se enlaza de lleno la liturgia y la espiritualidad bautismal, será simbolizada con la inmersión parcial del cirio en la pila. Entendamos que nosotros hemos sido asociados de este modo a la Muerte y a la Resurrección de Cristo al recibir el bautismo: si estábamos muertos por el pecado, por Cristo resucitamos y nacimos a la verdadera vida, como nos lo ha explicado San Pablo en la carta a los Romanos.
La vida nueva es la vida de la gracia, que culminará en la gloria celestial. Exige de nosotros, por tanto, el rechazo al pecado y la lucha contra el demonio y contra nuestras malas tendencias, derivadas de la herida causada por el pecado original. Para esta batalla contamos precisamente con el auxilio de la gracia divina, de la vida nueva en Cristo alentada por el Espíritu Santo: un auxilio, el de la gracia, al que debemos colaborar por nuestro libre albedrío.
En fin, vivamos este tiempo pascual que hoy iniciamos con alegría, conscientes de la gran victoria de Cristo por su Cruz y su Resurrección. Que esa alegría nos transforme interiormente como transformó a las santas mujeres, a los apóstoles y a todos los discípulos. Compartamos también la alegría de María Santísima, dichosa por la Resurrección de su Hijo y fiel auxiliadora de la Iglesia desde sus primeros pasos.
A todos, feliz Pascua de Resurrección.