La sucesión de los acontecimientos pascuales vividos por Cristo y participados por la comunidad cristiana desembocan en esta pascua triunfante de Cristo, que es también el triunfo de la humanidad, aunque nos quede poca sensibilidad para entenderlo.
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Aquel éxodo, que hemos representado en la procesión desde el lugar donde se ha bendecido el fuego y el cirio pascual hasta el altar, constituye uno de los símbolos más característicos de la historia humana desde la perspectiva que Dios tiene de ella. La existencia es un misterio pascual: un tránsito de esta tierra a otra tierra y otra región. De una tierra de cautividad y sufrimiento a un mundo de plenitud en la libertad, en la perfección y en la inmortalidad, cuya fuente será Dios mismo.
¡Cuántas veces hemos intentado interpretar y realizar esta existencia a nuestro modo! Pero sólo hay un modo, que ha sido anticipado por el que es primogénito de la humanidad, el hombre ejemplar y prototípico de la historia, precisamente el que nosotros hemos expulsado de ella. Aunque esto no cambia nada las cosas, porque los que hemos quedado fuera de la historia y de la realidad somos nosotros, mientras Él se sigue ofreciendo para ser camino, verdad y vida que nos permitan recuperar nuestra verdad; para ser la luz del mundo, de manera que quien le sigue no camine en tinieblas sino que tenga la luz de la vida.
“Cristo ha entrado en el Santuario una vez para siempre, consiguiendo la liberación eterna” (Hbr 9, 12). Nuestro objetivo, en esta Semana que culminamos, y en lo que es la Semana Pascual de nuestra vida, es penetrar en ese Santuario, construido por la sangre de Cristo, después de habernos reconciliado con el que ha sido “víctima de propiciación por nuestros pecados” (1 Jn 2, 2). Esa Liberación eterna, que de alguna manera es el sueño de la humanidad, porque es la única libertad real, y que consiste en la configuración con Cristo, Verdad y Amor supremos. “Yo soy la resurrección y la vida” (Jn 11, 25). No sólo soy el resucitado y el viviente; soy el que devuelve la vida a todo lo que ha perecido: cuerpos, almas, sueños humanos, culturas sin Dios. Soy el que vuelve a alentar el espíritu del hombre, el que recrea un mundo envejecido devolviéndole la esperanza de un mundo nuevo y mejor, el que restaura lo que nunca debió perecer.
Cristo es la Vida que engañó a la muerte. En Él se contiene el máximo de fuerza y energía, de dinamismo y potencia que el hombre anhela para sí como expresión de su propia vitalidad y energía. Él es el principio y la cumbre de esa Vida: “en Él estaba la vida, y la vida era la Luz de los hombres” (Jn 1, 4). Nada ni nadie sustituye al Viviente como Luz del mundo. Él es el que ilumina las tinieblas.
La resurrección, la Eucaristía y la cruz son el triple soporte sobre los que descansa la seguridad y la fecundidad del mundo. Su vida se alimenta sustancialmente de la vida que irrumpió de ellos, de manera que cuando Cristo haya dejado de ser la Roca sobre la que se asienta la sociedad humana, ésta entrará en un eclipse insalvable.
El poder del infierno no prevalecerá contra Él; mucho menos el de sus pequeños acólitos que hablan palabras presuntuosas y alimentan proyectos devastadores. Por el contrario, en Él van a ser recapituladas y plenificacadas todas las cosas.
Lo que celebra la Vigilia Pascual es el estallido de la potencia multiforme de Cristo que vuelve de la muerte a la vida, y arrastra con él hacia arriba todo lo estaba muerto.
“A Jesús le vemos ahora coronado de gloria y honor por su pasión y muerte” (Hbr 2, 9). Porque el sepulcro no está hecho para Cristo; ni para la Iglesia, ni para el Espíritu, ni para la Verdad, ni para los seguidores de Cristo o los amigos de Dios. Para ellos sí está hecha la Cruz, pero la Cruz antecede a la Resurrección. El sepulcro se abrió neciamente para el Autor de la Vida, para el Creador y Redentor del hombre, pero más bien el sepulcro abrigará perpetuamente a los que han dado muerte a la Vida, a los que han extendido en el mundo el pecado, la muerte y las tinieblas.
Cristo es la libertad que no puede ser encadenada; la libertad crucificada, pero vencedora de la muerte y que camina libre entre los muertos. Él es el espíritu soberano, capaz de dar forma y aliento al cosmos y de inspirar un nuevo soplo de vida sobre los huesos y las almas calcinados.
Él es Príncipe desde el día de su nacimiento, engendrado antes de la aurora entre esplendores sagrados; el resplandor de la Luz eterna que lleva sobre sus hombros el principado, el único nacido para subsistir eternamente. Él es el primogénito de entre los muertos, a cuya palabra aparecerán los cielos, la tierra y el hombre nuevos; la piedra angular que sostiene la estabilidad del orden cósmico y humano, el que hace que la justicia y la paz abunde en toda la tierra. Palabra que pulverizará cualquier otra que se alce contra ella y que aplastará a todo aquel sobre el que ella caiga (cf Mt 21, 44; Lc 20, 18).
Por eso, la Palabra no está prisionera. Ella hizo la Luz, configuró los mundos, formó a los Ángeles y al Hombre, aquella Palabra “sin la cual no se ha hecho nada de cuanto ha sido hecho” (Jn, 1, 2). Es la Palabra que llama a la vida a todos los vivientes y renueva perennemente todas las cosas; la que convocará a juicio a todos los humanos y dictará la sentencia final sobre sus obras. Ella juzga a todos y no es juzgada por nadie. Ella es la primera y la última Palabra, porque Ella estaba en el principio; por eso será el Alfa y la Omega de la historia. Ella juzga la verdad o inanidad de las palabras humanas. Ante Ella, encarnada en Cristo, se doblará toda rodilla y jurará toda lengua, porque “es necesario que Él reine” (¡ Cor 15, 25). Ella, origen de toda verdad, juzgará finalmente al príncipe de este mundo, padre de toda mentira. Así acabará el reinado de este mundo, y se abrirán las compuertas del reinado de Cristo, Señor de señores, “a quien se ha dado todo poder en el cielo y en la tierra” (Mt 28, 18).