Excmo. y Rvdmo. Sr. Obispo Emérito de Segovia y Rvdmo. P. Abad Emérito, queridas Comunidad Benedictina y Escolanía, queridos hermanos todos en el Señor:
La frase que acabamos de escuchar en el Evangelio de San Marcos (Mc 16,1-8), expresada por el ángel a las santas mujeres en el Sepulcro de Jesús, define esencialmente nuestra fe: “Ha resucitado”. En efecto, la Resurrección de Cristo es una verdad fundamental de nuestra fe y es un auténtico dogma que hay que afirmar sin temor. Se trata de un hecho real, verdadero, acontecido en un momento histórico y que al mismo tiempo trasciende la Historia como nos recuerda el Catecismo de Iglesia Católica (nn. 639, 647 y 656). No fue una sugestión colectiva de los Apóstoles y los otros discípulos ni una presencia simplemente espiritual entre ellos. El cuerpo de Jesucristo realmente resucitó. Jesucristo realmente salió del sepulcro y se apareció en los días siguientes, con un cuerpo glorioso, a las santas mujeres, a los Apóstoles y a otros discípulos.
Si los Apóstoles y los otros primeros discípulos de Jesús hubieran querido inventar la historia de su Resurrección, no lo habrían podido hacer peor. En los Evangelios, ciertamente, lo que se refleja es su sorpresa, su estupefacción y hasta su incredulidad. No creen la noticia hasta que no comprueban por sí mismos que es verdad. En el relato que acabamos de escuchar, las santas mujeres “salieron corriendo del sepulcro, temblando de espanto, y no dijeron nada a nadie, del miedo que tenían”. Por lo tanto, no es posible decir que se trate de un relato inventado por los primeros discípulos para superar el golpe psicológico ocasionado entre ellos por la Muerte de Jesús. Esa actitud aterrada y escéptica de las santas mujeres, de los Apóstoles y de los otros primeros discípulos, es una de las pruebas más evidentes de la verdad de la Resurrección.
Y la verdad de la Resurrección define esencialmente nuestra fe, porque supone la certeza de la victoria de Cristo como auténtico Mesías Salvador, como Hijo de Dios hecho hombre, sobre la muerte, el pecado y el demonio. Es la demostración más clara de que Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre, que ha asumido nuestra naturaleza humana hasta identificarse con nosotros en el sufrimiento y en la muerte, y que por su naturaleza divina es también capaz de recuperar la vida.
La Resurrección de Cristo define además nuestra fe porque nos sitúa ante una nueva postura en la vida: estamos llamados a andar en una nueva vida, según nos la dicho San Pablo en la carta a los Romanos (Rom 6,3-11). “Porque, si nuestra existencia está unida a Él en una muerte como la suya, lo estará también en una resurrección como la suya”, hemos escuchado. Con la Resurrección de su Hijo, Dios ha obrado una nueva creación del hombre, ha realizado la recreación del hombre, ha elevado aún más la dignidad del hombre, nos ha propuesto el modelo del “hombre nuevo” del que habla San Pablo en varias cartas (así, Ef 4,22-25; Col 3,9-10). Y esta nueva creación del hombre, esta nueva vida a la que estamos llamados y que culminará con la resurrección del cuerpo al final de los tiempos y la gloria eterna, se nos transmite desde que recibimos el sacramento del Bautismo y se nos aumenta cada vez que recibimos la Sagrada Eucaristía. Lo ha señalado también San Pablo en la carta que hemos leído: “los que por el bautismo nos incorporamos a Cristo, fuimos incorporados a su muerte. Por el bautismo fuimos sepultados con Él en la muerte, para que, así como Cristo fue despertado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva”.
Esta vida nueva es la vida de la gracia, que culminará en la gloria celestial. Exige de nosotros, por tanto, el rechazo al pecado y la lucha contra el demonio y contra nuestras malas tendencias, derivadas de la herida causada por el pecado original. Para esta batalla contamos precisamente con ese auxilio de la gracia divina, de la vida nueva en Cristo alentada por el Espíritu Santo: un auxilio, el de la gracia, al que debemos colaborar por nuestro libre albedrío.
¡Qué grande es, por tanto, hermanos, la obra creadora de Dios al haber dado origen a la naturaleza humana, y cuánto más grande aún la nueva creación que ha realizado por medio de la Encarnación y de la obra salvadora de su Hijo, culminada en la Resurrección! La oración del sacerdote en la mezcla del agua y del vino para su posterior consagración lo expresa maravillosamente, sobre todo en su formulación más clásica, vigente en la forma extraordinaria del rito latino: “¡Oh Dios!, que de modo admirable has creado la dignidad de la naturaleza humana y de un modo más admirable aún la has restaurado; concédenos, por este misterio del agua y del vino, participar de la divinidad de Aquel que se ha dignado participar de nuestra humanidad, Jesucristo, tu Hijo, nuestro Señor”.
En fin, que la Resurrección nos transmita la alegría pascual, propia del cristiano consciente de esta victoria de Cristo. Que la alegría pascual nos transforme interiormente como les acabaría sucediendo a las santas mujeres, a los Apóstoles y a todos los discípulos. Vivamos esta alegría con María Santísima, a la que, según la Tradición de la Iglesia y aunque no lo recojan los Evangelios, su divino Hijo se aparecería antes que a nadie.
A todos, feliz Pascua de Resurrección.