Cada vez que recitamos el Credo repetimos esas palabras: “y de nuevo vendrá con gloria”. No es una fórmula sin sentido o remitida para un futuro fuera de nuestro alcance. Nos acaban de anunciar en el Evangelio que Él ha vuelto: que ha regresado de la muerte, que ha vuelto a la vida, a los suyos, a todos los hombres. Y que, como nos dicen todas las páginas del Evangelio, regresará al final de los tiempos: un final que ocurrirá no cuando los tiempos se acaben porque se hayan agotado por sí mismos, sino porque Él pondrá fin a los tiempos.
Y ello porque Él es el Señor del tiempo y de cuanto vive en el tiempo. Lo hemos proclamado en la bendición del cirio pascual: “suyo es el tiempo y la eternidad”. Y con Él son también nuestros porque los ha recobrado para nosotros, para devolvernos la participación sobre todo aquello que está bajo su señorío, para recordarnos que nuestra precariedad está llamada a transformarse en su perennidad. El hombre ha entrado en la eternidad desde que ha penetrado en Dios, aunque la abandona cuando sale voluntariamente de su esfera. El hombre era nada antes de que Dios pronunciase su nombre (nos lo ha recordado la 1ª lectura), y vuelve a ella cuando él silencia el Nombre y la presencia de Dios en él.
Pero el mensaje de la resurrección consiste precisamente en anunciarnos que el regreso a la vida es algo que está abierto también a nosotros. Que nuestro destino no es el ocaso, sino la restauración en la vida. No es permanecer en la muerte, sino volver a introducirnos en la vida: la del cuerpo pero ante todo la del espíritu. El espíritu del hombre es el soplo de Dios en nosotros, la energía y la llama que constituyen el aliento de nuestro ser.
Por eso, todo muere en nosotros y en el mundo cuando sucumbe el espíritu, porque el espíritu del hombre es el que vivifica al mundo junto al Espíritu de Dios. Todo lo que vemos que agoniza en torno a nosotros, esa sensación de que las columnas del mundo vacilan, que la oscuridad y la incertidumbre nos envuelven, es la expresión de que el espíritu ha emigrado de nuestro mundo porque no tiene donde posarse, como la paloma soltada por Noé que hubo de volver al arca.
La resurrección de Cristo en nosotros se manifiesta, ahora, en el impulso que pone en nosotros para regresar de la muerte, del pecado y de la nada, después para recuperar la vida en plenitud, la vida sin fin. Ya desde ahora escuchamos: “habéis resucitado con Cristo”…; “el que no nazca de nuevo no puede ver el reino de Dios”. Estamos hechos para ese reino de Dios, no para el reino de este mundo, porque “de qué sirve conquistar el mundo si pierde el alma y la vida?”. Y nos han dicho: “os infundiré un Espíritu Nuevo”, y “de vosotros brotarán ríos de agua viva”.
El resucitado nos devuelve la vida cuando Él la recupera. Hemos de entender que el único que tiene palabras y realidades definitivas acerca de la vida es el propio autor de la vida y que la única garantía para poseerla de manera plena y auténtica es la que se contiene en el don de la resurrección, que devuelve la vida al mundo, además de abrirnos la vida eterna: “la muerte fue absorbida en una victoria” (1 Cor 15, 54), la victoria de Cristo sobre ella. Victoria que Él ha hecho nuestra como el don más espléndido que la humanidad podía recibir.
Pero primero es necesario morir; no con la muerte que es consecuencia del pecado, sino muriendo al pecado. El pecado es nuestra negación absoluta, porque es la muerte del espíritu y de todo aquello que constituye nuestra verdadera condición humana. Pero mientras estamos en la vida presente tenemos siempre la posibilidad de abandonar esa tierra de esclavitud que simboliza el pecado.
Por eso, con el pueblo elegido, hemos de iniciar nuestro éxodo hacia un nuevo horizonte, que nosotros podemos convertir ya desde ahora en tierra de promisión si nos dejamos conducir por Dios y plantamos nuestras tiendas junto al tabernáculo en el que Él habita, como los israelitas en el desierto. Porque también nuestro camino, en este mundo, transita por una tierra devastada e inhóspita, cuando la recorremos solos.
Como a ellos, se nos invita a hacer de ese camino una senda de libertad en la que también en nosotros se cumple la expresión del profeta: “caminaba Israel a su descanso”. Primero el rito de la bendición del fuego y del cirio pascual y después las lecturas, nos han transmitido el simbolismo vivo de estas realidades: la llama que de noche iluminaba al pueblo en marcha y la columna que de día le abría camino. A continuación los textos que hemos escuchado de la creación y del éxodo nos recuerdan el comienzo de una marcha: la del hombre que inicia la travesía de su existencia; la de un pueblo que habita una tierra hostil y que emigra en busca de la libertad y del encuentro con Dios.
Pero Dios está no sólo al final del trayecto sino en el camino: Él va a la cabeza señalando la senda y abriendo el paso, por tierra y por las aguas; y Él es, Él mismo, el camino. Y en el camino Él prepara el sustento y la bebida, la sombra y la brisa: Dios es el oasis. Lo fue entonces, lo ha sido y lo es siempre, para el pueblo de Israel y para el pueblo de la humanidad, para el espíritu del hombre. Aunque tantas veces nosotros busquemos otros oasis y otra hospitalidad, que siempre resultan un espejismo.
La vocación de todos nosotros es la de salir de Egipto, en el que se simboliza la tierra de la idolatría y la esclavitud en la que todos nos encontramos cuando vivimos lejos de Dios. La renovación litúrgica de estos acontecimientos del antiguo pueblo de Dios es para nosotros la llamada a que sigamos sus pasos. Por eso, dejemos también nosotros atrás la tierra de la servidumbre y atravesemos el Mar Rojo, bauticémonos y lavémonos en sus aguas, recorramos el camino hacia la libertad, comamos su maná y bebamos el agua de su roca, marchemos a la luz y bajo la guía de la columna de fuego, entremos en la tierra nueva preparada para nosotros, tierra que mana leche y miel, y penetremos en el Santuario donde Dios habita, como hemos penetrado esta noche en el templo, con las velas encendidas de la fe y de la esperanza, vivamos bajo su ley y bajo su libertad, porque la ley de Dios, es decir, la voluntad de Dios, es la única que nos libera de la esclavitud del mal y de la mentira que imperan en el mundo.
Ese recorrido que nos lleva desde la tierra de la esclavitud y de las sombras de la muerte hasta la patria donde brilla la luz y la vida lo haremos siguiendo los huellas del pueblo de Dios, y siguiendo los pasos de Cristo en su pasión y muerte. O bien tendremos que hacerlo arrastrados por el vendaval de una acción de Dios que restaure por sí mismo lo que nosotros nos negamos a restablecer espontáneamente.
Por eso, si hemos resucitado con Cristo, busquemos las cosas de arriba, las superiores, las que no envejecen.