Excmos. y Rvdmos. Sres. Obispos Eméritos de Mérida-Badajoz y Segovia; Rvdmo. P. Abad Emérito y queridas Comunidad Benedictina y Escolanía; queridos hermanos todos en el Señor:
Jesucristo es el verdadero Mesías Redentor, anunciado por los profetas del Antiguo Testamento, como hemos escuchado en la profecía de Isaías sobre el Siervo de Yahveh, el Siervo sufriente de Dios (Is 52,13-53,12). “Él soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores […]. Nuestro castigo saludable vino sobre Él, sus cicatrices nos curaron. […] El Señor cargó sobre Él todos nuestros crímenes”. Él ha entregado “su vida como expiación”. Y por eso, como afirma la Carta a los Hebreos (Hb 4,14-16;5,7-9), Él es el Sumo Sacerdote que se ha compadecido de nuestras flaquezas y ha sido probado en todo, igual que nosotros, excepto en el pecado, de tal modo que ha dado satisfacción por nuestros pecados y se ha convertido así en autor de salvación eterna.
Llevados de un sentimiento meramente humano, podemos pretender que Cristo no vino a redimirnos de este modo y que el Padre no lo envió con la intención de que nos redimiera así, pues nuestro horror a la cruz nos puede dar la impresión de un Padre cruel. Sin embargo, obrando nuestra Salvación así, Jesucristo ha pagado la satisfacción redentora por el pecado y eso ha sido a la vez la culminación del amor de Dios a los hombres, como lo comprendieron, entre otros, San Anselmo y Santo Tomás de Aquino. Jesucristo asumió de lleno la voluntad del Padre de obrar así la Redención: “por esto he venido, para esta hora: Padre, glorifica tu nombre” (Jn 12,27-28). Y lo repitió en la Agonía de Getsemaní: “hágase tu voluntad” (Mt 26,39.42; Mc 14,36; Lc 22,43).
Su Pasión y Muerte era la satisfacción que el Hijo de Dios había de ofrecer al Padre para reparar la falta del hombre. El pecado es una injuria contra el honor de Dios, porque es negarle el honor debido, y hasta que no se le devuelve tal honor se permanece en la culpa. Y como consecuencia del pecado de Adán, que fue un pecado de naturaleza y en él pecó toda la naturaleza humana, que estaba comprendida en él, se hacía necesaria una satisfacción oportuna. Tal satisfacción no podía darla más que Dios mismo, pero a la vez no podía hacerla más que un hombre: por lo tanto, Dios dispuso algo que desborda los cálculos y las posibilidades mismas del hombre: dispuso la Encarnación de su Hijo, el Verbo, Jesucristo, para que, como Dios y como Hombre, pudiera dar a Dios cumplida satisfacción por el pecado.
Pero este sentido de la satisfacción de la deuda debida no excluye, ni mucho menos, la razón más profunda de la Encarnación y de la Redención a través de la Pasión, la Muerte y la Resurrección del Hijo de Dios: esa razón profunda, que revela la entraña más íntima de Dios, es su Amor infinito y misericordioso por el que ha querido realizar de este modo el rescate del hombre.
En efecto, Dios creó al hombre para que pudiera gozar de Él mismo, el Sumo Bien, el Bien infinito y eterno. Y para que su obra creadora no quedara frustrada por el efecto del pecado libremente cometido por el hombre, Dios, en su Sabiduría y en su Amor infinitos, ha querido realizar así la Salvación del hombre, sobrepasando con su gracia la gravedad del pecado del hombre. Si Dios ha redimido al hombre por medio de la Encarnación, Pasión, Muerte y Resurrección de su Hijo, aunque con ello haya restaurado una situación de derecho que requería una satisfacción por una deuda contraída por el hombre, lo ha hecho asimismo por querer devolver al hombre a aquella vocación a la bienaventuranza eterna para la que le había creado. ¿Qué es esto sino amor puro al hombre?
Jesucristo, por tanto, nos ha redimido por su Pasión y su Muerte en la Cruz, lo cual supone indudablemente la expresión máxima del amor, como Él mismo ha dicho: “nadie tiene amor más grande que el que da su vida por sus amigos” (Jn 15,13). También San Pablo lo ha expresado con claridad: Cristo “me amó y se entregó por mí” (Gál 2,20). Y no debemos perder esto de vista: lo que dice San Pablo, lo debemos aplicar a cada uno de nosotros. La Pasión de Cristo no sólo nos ha redimido a los hombres en conjunto, sino que me ha redimido a mí, a cada uno de nosotros. Tenemos que meditar esto y decirnos esto frecuentemente cada uno, y muy especialmente en estos días: Cristo ha muerto por amor a mí; me ha amado hasta el extremo dando su vida por mí (cf. Jn 13,1). Él ha sido azotado por mí, ha sufrido burlas por mí, ha sido escupido por mí, ha llevado la corona de espinas por mí, ha cargado con la cruz por mí, ha sido clavado en ella por mí, ha sido traspasado por la lanza por mí… Así, de verdad, podemos comprender que sus cicatrices no sólo curaron a la humanidad en conjunto, sino a cada hombre, a mí mismo.
Al pie de la Cruz, como María, tratemos de contemplar así a Jesús, viendo en Él a nuestro Redentor, a mi Redentor, y acompañémosle hasta el Sepulcro para resucitar con Él a una nueva vida de gracia, siguiendo los pasos de María, que permaneció en la esperanza de su Resurrección.
En estos días del Triduo Sacro, por concesión de la Santa Sede a esta Basílica, se puede ganar indulgencia plenaria con las debidas condiciones de aversión al pecado, confesión con absolución individual, comunión eucarística y oración por el Papa.
Por otra parte, la colecta de hoy va destinada, como todos los años, a los cristianos de Tierra Santa. Tengamos así presente especialmente, al pie de la Cruz, la persecución sufrida por nuestros hermanos de Próximo Oriente y de algunos países de África.