Queridos hermanos:
Acabamos de escuchar, en el relato de la Pasión según San Juan, que cuando uno de los soldados romanos fue a quebrar las piernas de Jesús y de los malhechores para que terminaran de morir –pues la muerte por crucifixión se producía sobre todo por asfixia y quebrar las piernas aceleraba el final–, al ver que Él había muerto ya, le traspasó el costado con la lanza y al punto salió sangre y agua. El evangelista, testigo del hecho, remarca la veracidad del relato y trae a colación las profecías de los libros del Éxodo y de los Números (Ex 12,46; Núm 9,12) que muestran así a Jesús como el verdadero Cordero pascual que se inmola por nosotros y al que no se quebrará ni un hueso, y la de Zacarías que afirma: “Mirarán al que traspasaron” (Zac 12,10).
Jesús ha sido traspasado por nuestros pecados y ha querido ser traspasado por el amor: su amor hacia nosotros ha hecho posible que la lanza se clavase en su costado, abriendo la vía de acceso a su Corazón, del cual ha brotado una fuente inagotable de amor para con nosotros y la fuente misma de la vida divina que se nos comunica a partir de aquí, por el Espíritu Santo, a través de los sacramentos y de los otros medios por los que se nos transmite la gracia. Esa efusión de sangre y agua de la herida del costado refleja que Él nos lo ha dado todo; sobre todo, nos ha dado la vida de amor existente entre las tres divinas personas, entre el Padre y el Hijo en el Espíritu Santo. Asumiendo la naturaleza humana y en unión sin mezcla ni confusión con la naturaleza divina en la persona divina del Verbo, Jesucristo se ha identificado con nosotros para elevarnos hacia Dios; su humanidad nos ha hecho posible el acceso a la divinidad.
Si ayer contemplábamos el Corazón Sacerdotal y Eucarístico de Jesús que nos daba el mandamiento nuevo del amor, hoy podemos descubrir algunas facetas más de su Corazón, en el cual se simboliza y se sintetiza todo el amor de Dios al hombre. La lanzada ha traspasado el costado de Jesús abriéndonos el camino a su Corazón, al mismo amor de Dios. Ese amor infinito y eterno enciende y abrasa su sed: “Tengo sed”, ha dicho en la cruz (Jn 19,28).
Es una sed no sólo física, que también la padeció severamente en la cruz como consecuencia de la dureza de la Pasión y de la misma crucifixión, de la pérdida de sangre que comenzó en la agonía en Getsemaní y sobre todo en la flagelación, del tremendo camino del Calvario con la cruz a cuestas, de la dificultad de respirar en la cruz que le obligaba a coger todo el aire posible por la boca resecando la garganta al máximo. Además de esta sed terrible que sufrió por nosotros, Jesucristo expresó aquí su sed de amor: sed de amarnos a todos y cada uno y sed de recibir el amor de todos y cada uno; sed de amar a los amigos y a los enemigos, y a aquellos que hoy mismo le aman y a los que le desprecian y le ofenden. Y sed también de entregar el espíritu, cumpliendo la Escritura y muriendo por nosotros, y de que con su muerte nos fuera derramado el Espíritu Santo (cf. Jn 19,30).
El Corazón de Jesús ha padecido por amor, cumpliendo sobre sí la profecía del Siervo de Yahveh, el Siervo sufriente de Dios, como hemos escuchado en la primera lectura de Isaías (Is 52,13-53,12). Su Corazón sacerdotal es el del verdadero Sumo Sacerdote que se ha compadecido de nuestras flaquezas y ha sido probado en todo, igual que nosotros, excepto en el pecado, de tal modo que ha dado satisfacción por nuestros pecados y se ha convertido así en autor de salvación eterna, como nos ha enseñado la Carta a los Hebreos (Hb 4,14-16; 5,7-9). Por lo tanto, Jesucristo es el verdadero y único Mesías Redentor. No busquemos redentores en otras religiones, filosofías o doctrinas políticas.
En fin, contemplemos también el amor del Corazón de Jesús en otro hecho notable que narra el evangelista: cuando Jesús dio su Madre al propio Juan, “el discípulo que tanto quería”, nos la entregó también a nosotros como Madre (Jn 19,26-27): María, por su asociación como auténtica Corredentora con Jesucristo, según la llamó Pío XI, ha sido así constituida Madre espiritual de la Iglesia y de todos los hombres, Abogada y Medianera de todas las gracias.
Os invito además a tener muy presentes a los cristianos de Tierra Santa, para quienes va destinada la colecta de hoy, y también a encomendar a todos los cristianos del Próximo Oriente, que en estos tiempos comparten la Pasión de Cristo como víctimas de una cruel persecución. De un modo especial, tengamos un recuerdo para los coptos de Egipto, verdaderos mártires de Cristo que han sufrido atentados salvajes el Domingo de Ramos pasado.
Por concesión expresa de la Santa Sede a nuestra Basílica, en estos días del Triduo Sacro se puede ganar indulgencia plenaria en ella con las debidas condiciones de aversión al pecado, confesión con absolución individual, comunión eucarística y oración por el Papa.