Queridos hermanos:
Jamás los sabios de la Antigüedad, como tampoco los posteriores que no han tenido la dicha de verse iluminados por la fe, han sido capaces de percibir que la más elevada cátedra de la sabiduría se encuentra en el escenario donde la lógica humana menos podría pensar: en el monte del Calvario, en la Cruz de un condenado a muerte entre dos malhechores, allí donde ese condenado resultaba vituperado, maltratado y finalmente muerto. Y, sin embargo, como nos advierte San Juan de la Cruz, “para entrar en estas riquezas de su sabiduría [de Dios], la puerta es la cruz, que es angosta” (Cántico espiritual, canción XXXVI, 11).
La Pasión de Cristo es la mejor cátedra donde podemos aprenderlo todo sobre el amor de Dios, expresado en la entrega de su Hijo humanado para nuestra redención. En la Pasión del Verbo encarnado descubrimos el misterio de un Dios que es amor (1Jn 4,8.16) y que, lejos de abandonar al hombre que se había apartado de Él por el pecado, ha salido a su rescate para restaurar la imagen divina con que lo había enriquecido al crearlo e incluso ha querido elevarlo más aún, concediéndole la filiación divina, el ser hecho hijo adoptivo de Dios gracias al Hijo y por el Espíritu Santo. La Cruz, por tanto, es la cátedra que nos descubre el misterio del hombre a la luz del misterio de Dios Creador y Redentor.
El camino y el modo de obrar divino, por tanto, es completamente diferente del que nosotros habríamos adoptado, buscando medios de éxito según el mundo. El camino divino es el anonadamiento, el abajamiento, la humillación, lo que en griego se llama la kénosis, para desde ahí alcanzar la elevación hasta Dios. Eso es lo que se ha cantado en el precioso y serio gradual gregoriano previo al canto de la Pasión, tomado del texto de San Pablo a los Filipenses donde se compendia esta doctrina. Christus factus est: “Cristo se hizo obediente por nosotros hasta la muerte, y una muerte de cruz. Por eso Dios lo exaltó y le concedió el Nombre sobre todo nombre” (Flp 2,8-10).
Este camino de anonadamiento es el profetizado por Isaías acerca del Siervo de Yahveh (Is 52,13-53,12), donde se nos anuncia al verdadero Mesías Redentor, Jesucristo, como el Siervo sufriente de Dios: “Nuestro castigo saludable cayó sobre Él, sus cicatrices nos curaron”. Y este Mesías es el Hijo de Dios, según hemos escuchado en la Carta a los Hebreos (Hb 4,14-16; 5,7-9), la cual nos lo presenta como el Sumo Sacerdote que ha dado satisfacción por nuestros pecados y se ha convertido en autor de salvación eterna. Él es el único Salvador, Redentor y Mediador.
Todo ello lo vemos cumplido en la lectura de la Pasión, cuyo canto hemos escuchado del relato de San Juan (Jn 18,1-19,42). Debemos tomar en consideración la parte que todos y cada uno hemos tenido en los sufrimientos y en la muerte de Jesús, porque Él, como bien advirtió San Pablo, “me amó y se entregó por mí” (Gal 2,20). Y esto nos lo debemos decir a nosotros mismos: es verdad, Cristo me amó y se entregó por mí. Mis pecados le han clavado en la Cruz. Por eso, meditemos bien lo que se va a cantar en los Improperios durante la preparación del altar, donde se ponen en boca de Jesús unas preguntas dolorosas al pueblo de Israel, a partir de un texto del profeta Miqueas (Miq 6,3): “Pueblo mío, ¿qué te he hecho?, ¿o en qué te he contristado? Respóndeme. Porque te saqué de la tierra de Egipto, preparaste una Cruz para tu Salvador. Santo Dios, Santo Fuerte, Santo Inmortal, ten piedad de nosotros”.
Aprovechemos que esta pieza de los Improperios, del Popule meus, se cantará del repertorio de Tomás Luis de Victoria, quien en la música española del siglo XVI supone el equivalente a la literatura mística de Santa Teresa y San Juan de la Cruz. Al escuchar la polifonía de Victoria, siempre se descubre en ella un algo especial, como un toque divino que la eleva a una altura espiritual raramente conseguida por otros autores. Por eso ha sido calificado como “el compositor de Dios”. La música sacra siempre ha formado parte de la riqueza litúrgica de la Iglesia, en Oriente y en Occidente, y debe elevar el alma hacia los misterios celebrados. En la Semana Santa, nos debe ayudar a penetrar en la Pasión de Cristo, a vernos insertos en ella, tal como también San Ignacio desea procurar en el ejercitante. Y según el mismo San Ignacio propone, hagamos un diálogo con Cristo en la Cruz, como de amigo a amigo, y preguntémonos cada uno: “¿Qué ha hecho Cristo por mí? ¿Qué he hecho yo por Cristo? ¿Qué hago por Cristo? ¿Qué debo hacer por Cristo?” (EE, 53-54).
En fin, al pie de la Cruz descubramos a María y contemplemos su Compasión corredentora en la Pasión de su Hijo, como nos recordará el canto del Stabat Mater que, en versión del músico romántico Rheinberger, interpretará la Escolanía en la comunión. Recordemos que fue al pie de la Cruz como Jesús nos la entregó por Madre nuestra en la persona de su discípulo predilecto, el evangelista San Juan, y acudamos a Ella con filial confianza, rumiando el texto de esta pieza latina que Lope de Vega vertió así en su primera estrofa: “La Madre piadosa parada, junto a la cruz, lloraba mientras el Hijo pendía. Cuya alma, triste y llorosa, traspasada y dolorosa, fiero cuchillo tenía”.
En estos días del Triduo Sacro, por concesión de la Santa Sede a esta Basílica, se puede ganar indulgencia plenaria con las debidas condiciones de aversión al pecado, confesión con absolución individual, comunión eucarística y oración por el Papa. Por otra parte, la colecta de hoy va destinada, como todos los años, a los cristianos de Tierra Santa.