Queridos hermanos:
La primera lectura nos ha ofrecido la profecía de Isaías sobre el Siervo de Yahveh (Is 52,13-53,12), donde se nos anuncia al verdadero Mesías Redentor, no como un líder político y guerrero que liberase a los judíos del yugo extranjero, sino como el Siervo sufriente de Dios: “Desfigurado no parecía hombre […]. Lo vimos sin aspecto atrayente, despreciado y evitado de los hombres […]. Él soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores […]. Nuestro castigo saludable cayó sobre Él, sus cicatrices nos curaron. […] El Señor cargó sobre Él todos nuestros crímenes”. Jesucristo ha entregado su vida como expiación, ha tomado sobre sí nuestros pecados y ha intercedido por nosotros. Por eso, cuando el Gran Rabino de Roma, Zolli, leyó y meditó estos textos de la profecía de Isaías, comprendió que se cumplían detalladamente en Jesucristo y abrazó el cristianismo.
Ciertamente, Él es el verdadero Mesías Redentor, anunciado por los profetas del Antiguo Testamento; es el Hijo de Dios, como se ha proclamado en la lectura de la Carta a los Hebreos (Hb 4,14-16; 5,7-9), la cual nos lo presenta como el Sumo Sacerdote que ha dado satisfacción por nuestros pecados y se ha convertido así en autor de salvación eterna. Él es el único Salvador, Redentor y Mediador entre Dios y los hombres.
Todo ello lo vemos cumplido en la lectura de la Pasión cuyo canto hemos escuchado según el relato de San Juan (Jn 18,1-19,42). De la Pasión de Cristo cabe extraer múltiples enseñanzas, pues el Calvario se ha constituido en la mejor cátedra donde podemos aprenderlo todo sobre el amor de Dios, expresado en la entrega generosa de su Hijo para nuestra redención. El relato de San Juan nos ofrece algunos detalles preciosos de este amor, tales como la entrega de la Madre del Señor al propio evangelista y apóstol, en quien estaba representada toda la Iglesia, como Madre nuestra, o en la escena de la lanzada que abre el Costado de Cristo y su Corazón de amor, de donde brota su Sangre redentora y el agua de la vida divina y de donde nace la Iglesia.
Pero podemos detenernos singularmente en otro detalle que resume el amor de Jesús desde la Cruz; sabiendo “que ya todo estaba cumplido, para que se cumpliera la Escritura”, dijo: “Tengo sed” (Jn 19,28). El apóstol y evangelista, testigo de estos momentos, no sólo nos está exponiendo que Jesús tuvo sed física, que por supuesto padeció, pues el desangramiento sufrido desde la agonía en Getsemaní y la tremenda dificultad de respirar en la posición de crucificado provocaban una sed terrible en quienes padecían esta pena. Junto a esto, San Juan va más allá: nos está diciendo que Jesús tenía sed de dar cumplimiento al plan providencial de Dios para la salvación del mundo según hemos escuchado a Isaías, ofreciéndose a sí mismo como Siervo de Dios sufriente.
Y tenía sed también de amor, de dar todo su amor y de recibir el amor de los hombres, porque “tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en Él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque no envió Dios al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él” (Jn 3,16-17). Por esa sed de darnos todo su amor, pues “nadie tiene amor más grande que el que da su vida por sus amigos” (Jn 15,13), nos ha dado a su Madre por Madre nuestra, entregándonosla en la persona de San Juan, el discípulo “al que Jesús amaba” y que reclinó la cabeza en su pecho en la Última Cena (Jn 13,23.25). Y también es una sed de darnos el Espíritu Santo, de entregarnos el Espíritu de Amor, el Espíritu de Dios, el Espíritu de la verdad, el Espíritu de vida, el Espíritu que el Padre enviará en nombre del propio Jesucristo, el Espíritu por el que, en virtud de la Muerte redentora de Cristo, podemos recibir la vida divina y llegar a ser partícipes de la gloria celestial. Como había dicho a los apóstoles en la Última Cena, “os conviene que Yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito. En cambio, si me voy, os lo enviaré” (Jn 16,7).
Estas palabras “Tengo sed”, “Tengo sed de ti”, marcaron una profunda experiencia espiritual en la vida de Santa Teresa de Calcuta. En 1946 resonaron en su interior con tal fuerza que comprendió la sed que Jesús tenía de su amor y que Él la llamaba a saciar esa sed en ella y a través de ella. A partir de ahí, iniciaría el camino hacia la fundación de las Misioneras de la Caridad para saciar la sed de amor de Jesús en los más pobres de entre los pobres.
Como María, contemplemos a Jesús al pie de la Cruz, viendo en Él a nuestro Redentor, y acompañémosle hasta el Sepulcro para resucitar con Él a una nueva vida de gracia.
En estos días del Triduo Sacro, por concesión de la Santa Sede a esta Basílica, se puede ganar indulgencia plenaria con las debidas condiciones de aversión al pecado, confesión con absolución individual, comunión eucarística y oración por el Papa.
Por otra parte, la colecta de hoy va destinada a los cristianos de Tierra Santa.