“Eh aquí el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”. El Cordero de Dios que vive en la Eucaristía y que fue clavado en la Cruz y muerto en ella. Este es el acontecimiento que hoy celebramos dos mil años después de que ocurriera históricamente. No es un mero recuerdo que hacemos de aquel hecho, sino una renovación del mismo que reproduce, con la fuerza propia del sacramento, aquella realidad. Es un privilegio exclusivo de la Iglesia el dar nueva vida, en el marco de su liturgia, a los acontecimientos salvadores de la historia de Cristo. Así sucede con la institución de la Eucaristía y con el hecho de la Resurrección, que precede y sigue a la Crucifixión y muerte.
Esta realidad de la muerte de Cristo había sido predicha, entre otras, por estas palabras de Jeremías “Yo, como Cordero manso llevado al matadero, no sabía los planes homicidas que contra mí planeaban: ‘talemos el árbol en su lozanía, arranquémosle de la tierra de los vivos, que Su nombre no se pronuncie más” (Jer 11, 19). Cristo ser un profeta demasiado peligroso, e Israel le dio muerte.
Siempre será un hecho insólito que el hombre dé muerte Dios, y más todavía que Dios acepte esta muerte por parte del hombre. Pero esta era una previsión aceptada por Él desde toda la eternidad con una finalidad muy precisa: la salvación del hombre, su regeneración espiritual y la recuperación de su comunión con Dios.
La finalidad de la creación había sido la de hacer participar al hombre en la vida de Dios y en cuanto le pertenecía. Pero el hombre se obstinó en seguir otros caminos en uso de la libertad de que había sido dotado. Dios sabía, sin embargo, que el hombre no tiene otro destino posible, ni otra libertad auténtica, ni otra bienaventuranza posible, que las que se contienen en Él mismo. Y sabía también que el hombre era obra de un amor infinito y que sólo el amor podía redimirle y recuperarle para una nueva vida en Dios.
Entonces ese amor sin medida se puso de nuevo en acto y llevó a cabo algo humanamente inverosímil: la entrega del Hijo unigénito de Dios para ser sacrificado en expiación por los errores y pecados del hombre, y para devolverle la posibilidad de su renacimiento en Dios, o como dice S. Pedro, para que de nuevo “vivamos para la justicia” (1 Pe 2, 24), para la rectitud y la santidad. Fue esta realidad la que conmovió las entrañas de Dios e inspiró, desde toda la eternidad, el acontecimiento que hoy contemplamos en el Calvario: a la muerte del hombre, Dios opuso la suya, con el resultado de que la culpa y la muerte fueron aniquiladas y en la resurrección le fue devuelta la vida verdadera, que es la del espíritu.
Realmente, “nos has comprado, Señor, con tu Sangre” (…), con el amor que le llevó a derramarla. Esta es la gran historia de amor que recorre la humanidad. El amor es la propia definición de Dios, lo constitutivo de su naturaleza, el que está en el origen de las criaturas y de los mundos que han salido de Él: todo es obra exclusivamente del amor, y nosotros no tenemos otra explicación, otro origen y otro destino que el amor.
¿De qué otra manera podríamos plantearnos nuestra relación con Dios, sino como Él mismo la ha concebido con nosotros: con el mismo impulso de amor que inspiró su acción hacia nosotros, la que se exhibió en la creación, en la encarnación, en la Eucaristía, en la pasión y la muerte, en la fuerza de la resurrección que puso fin a su muerte y a la nuestra? Pasión por el hombre, pasión de amor y pasión de sangre, que ha tenido una respuesta tan desigual por nuestra parte.
A esa muerte precedió el eco de las últimas palabras de Jesús antes de expirar en la Cruz: “todo está consumado”. Era el testimonio de que la misión recibida el Padre estaba plenamente cumplida, también “hasta el extremo”. Estaba consumada la voluntad del Padre sobre Él, la función que Él le había encomendado desde toda la eternidad: la redención del hombre y de la historia.
En ese momento Cristo llevaba a cabo la restitución del mundo y del hombre a su verdadera finalidad, que es su proyección primaria a Dios, y restablecía su plan sobre la historia humana: la gloria de Dios y la realización plena del hombre. Se devolvía así al hombre su marca divina y teologal, y se sellaba la paz entre Dios y el hombre, mediante la “sangre nueva y eterna” de Cristo. Se cumplía así la profecía de Jesús: “cuando Yo sea levantado sobre la tierra, todo lo atraeré hacia Mí”.
Ante la Cruz, cada uno de nosotros debe preguntarse: qué hemos hecho?, y reaccionar como predijo el profeta Zacarías: ” me mirarán a Mí, a quien traspasaron, y harán llanto, como llanto por el hijo único, y llorarán como se llora al primogénito” (Zc, 12, 11). Pidamos, para inspirar el nuestro, el amor de María, su dolor, su martirio, sus sentimientos, los que Ella experimentó al pie de la Cruz y sigue suscitando en todos los fieles a su Hijo. Ella que con razón es llamada corredentora por su asociación tan íntima a los dolores y a la muerte salvadora de Cristo. Con Ella pedimos: “Cordero de Dios que quitas el pecado del mundo, ten piedad de nosotros”.
Nosotros estamos celebrando estos Oficios en la Basílica del Valle de los Caídos. Sobre nuestras cabezas se asienta la cruz gloriosa que en su momento será el símbolo universal de la muerte pero también de la victoria final de Cristo.