“Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Jn 1, 29)._x000D_ El acontecimiento de la pasión de Cristo, conmemorado hoy por el mundo cristiano, y que está en el centro de toda la historia humana, está también en el centro de nuestra historia personal. Aquella acción se llevó a cabo en la persona de Cristo, pero con la participación de cada uno de nosotros, es decir, a causa de nuestros pecados: “fue atravesado por nuestra rebeliones y triturado por nuestros pecados” (Is 53, 1) y, según el decreto divino, “sin efusión de la sangre no hay perdón” de esos pecados (Hbr 9, 22), o como afirma la liturgia de la Vigilia pascual: “para rescatar al esclavo Dios entregó al Hijo”.
Si queremos comprender lo que sucedió esa tarde en el Gólgota y que se prolonga a lo largo del tiempo, hemos de comprender que Dios es incompatible con el pecado y que a su vez el pecado está en total oposición al hombre, aunque éste haya hecho de él una especie de segunda naturaleza. ‘El pecado es una negación abierta de los planes de Dios sobre el hombre, una guerra contra el Espíritu Santo’ y contra el mismo hombre. Una oposición que en la cruz encuentra su punto culminante y que se resuelve en una muerte, la de Cristo, en una derrota, la del pecado, y en una victoria, la que devuelve la vida a Cristo y al hombre.
Es el misterio de la redención. En torno a él gira toda la escena humana, en la que todos sus acontecimientos, más allá de la apariencia que tengan, reflejan la medida en que nuestra libertad opta entre el bien y el mal, entre la vida y la muerte, entre la afirmación o la negación de Dios. Esta será la lectura última que Dios hará de lo que nosotros llamamos la historia humana, que Él ha querido reconciliar consigo mismo precisamente en la Cruz. “Ahora, nos dice S. Pablo, con la muerte que Cristo sufrió en su cuerpo mortal, Dios os ha reconciliado consigo para haceros un pueblo consagrado, sin defecto ni mancha! (Col 1, 22).
Esa reconciliación continúa a través del agua y de la sangre que sigue manando de su costado y purificando al mundo. Y así será hasta el fin de los tiempos. La Cruz sigue levantada como testimonio del pecado del hombre y del amor inagotable de Dios, y porque es necesario que cada hombre y cada generación sigan percibiendo la efusión de misericordia y salvación que brota de ella y le llega a través de la Iglesia, de los sacramentos y de la gracia.
Cristo ha muerto, uno por todos, para que todos tengamos vida en Él. ¿Cómo vamos a responder de esa vida entregada por nosotros y no aceptada, sabiendo que es la propia vida de Dios? Su palabra nos dice que “por el pecado reinó la muerte” (Rm 5, 2) ¿Cómo extrañarnos de que en el mundo impere la muerte, si continuamos ignorando esa oferta de vida? Por eso, es necesario confrontar los acontecimientos de la pasión, muerte y resurrección de Cristo con nuestra propia existencia, porque fuera del proyecto de Dios el nuestro se resuelve en la nada.
“Cuando sea elevado lo atraeré todo hacia Mí” (Jn 12, 32). Voluntaria o involuntariamente por nuestra parte, todo ha sido polarizado hacia Cristo en el momento en que Él ha sido elevado sobre la tierra. Todas las generaciones, toda la historia confluyen hacia Él, porque Él ha sido constituido Cabeza y síntesis de todo. Él es la cumbre hacia la que todo asciende, incluso para aquellos que han decidido distanciarse de Él escalando otras alturas en busca de otras supuestas salvaciones. Él es el epicentro hacia el que todo converge, porque todo vuelve a su origen. Podremos mirarle de frente o volverle la espalda, pero su sombra nos envuelve, como la luz del sol o las tinieblas de la noche. La salvación y la vida han estado, y permanecen en Él, a nuestra disposición.
Es la gran opción con que el hombre se encuentra en su existencia, la única decisiva, la que pone a prueba nuestra capacidad racional, nuestra apertura a la verdad y al sentido común. Llevamos vivida suficiente historia personal y colectiva para captar las consecuencias de la aceptación o de la negativa a identificarnos con ese Nombre y con esa Vida. Y el tiempo se nos acaba mientras seguimos divagando sobre el camino a tomar.
Cristo en la Cruz es la imagen de la máxima impotencia, del fracaso total, pero de hecho en Él se concentra, en ese momento, todo lo que podemos concebir como Fuerza, Poder y Soberanía: ‘ahora , en la cruz, el Hijo es glorificado’ (cf Jn 13, 32), había anticipado Él mismo. En realidad, es entonces cuando está teniendo lugar la victoria sobre la muerte, el pecado, el infierno, el mal, sobre la condena que pesa sobre el hombre; cuando vence al odio de los que le condenan, presentes o lejanos; cuando somete y anula las distancias que el hombre ha establecido con Dios.
En la cruz Él sigue siendo el dueño de su propio destino y el de los hombres. El que muere no deja de ser el autor de la vida, y la vida del presente y del futuro de cada hombre sigue estando en sus manos: tres días después el que ahora ha sido muerto, pero que es la Vida, se hará resurrección, para Él y para todos. Estas son las realidades que le pusieron en la Cruz, precisamente porque el hombre se niega a reconocer en Él al que es la Verdad y al que nos la ha manifestado. Si Cristo y el cristianismo son rechazados no es por su debilidad frente a las ideas y aspiraciones del hombre, sino porque son más fuerte que todas ellas.
Cristo enmudece ante el grito de los hombres contra Él, pero en su lugar hablan las rocas que se despedazan, la tierra que se agrieta, el velo del templo que se rasga, las tinieblas que se extienden por Jerusalén, los golpes de pecho de quienes han contemplado la crucifixión. Algunas horas después hablará también la voz suave del ángel que anunciará: ha resucitado, no está aquí, y resonará la voz del mismo Cristo : ‘Soy Yo, no temáis; paz a vosotros’
-“La cruz de Cristo es necedad para los que no creen en Él, pero para los que creen es fuerza y sabiduría” (1 Cor 1, 18). En la antigüedad y en la edad media: las cruces y los crismones, que todavía podemos ver en muchas iglesias, siempre llevan pendientes las letras alfa y omega, para significar que el crucificado y muerto en la cruz es quien posee el principio y el fin de la historia, que la historia le pertenece y que Él es su Señor. Y sabemos que cuando Él lo determine volverá como quien es Aquel “para el que todo y por el que todo ha sido hecho” porque “Él es anterior a todo y todo se mantiene en Él” (Col 1, 16).
Nosotros nos unimos hoy a la liturgia oriental para aclamar a la Cruz: “Salve, cruz vivificante, trofeo invencible de piedad, puerta del paraíso, consuelo de los creyentes, muralla de la Iglesia. Por ti, la corrupción ha sido anonadada, el poder de la muerte disipado y abolido, y somos elevados de la tierra a las cosas celestiales. Tú eres el arma invencible, el adversario de los demonios, la gloria de los mártires, el verdadero ornamento de los santos, la puerta de nuestra salvación”.