Muy queridos hermanos sacerdotes de la diócesis de Valencia, que compartís con nosotros esta celebración y hermanos todos en NSJC: La vocación, la llamada de Dios que recibieron los Apóstoles, y los profetas como Isaías y nosotros también, sacerdotes y fieles, es la razón de ser de nuestras vidas. La dignidad más alta del ser humano es el hecho de haber sido llamados a participar en la vida divina. La llamada a entrar en comunión con Dios, a participar del amor con el que las tres divinas personas se aman entre sí, es lo que nos sostiene en las batallas de cada día y nos alienta en nuestro caminar. Los Apóstoles fueron llamados a estar con el Señor y a predicar la buena noticia que habían escuchado de labios de Jesús. Ese estar con Jesús es lo que estamos haciendo nosotros en este momento. Este momento es tan íntimo gracias a que el Señor entregó su vida por nosotros y lo ha perpetuado en la Eucaristía comunicándonos su vida, de tal modo que vivimos por medio de Él. Vivimos gracias a Él al tomar su Cuerpo y Sangre: y así, cuando muramos a la vida terrena, ya tenemos preparada la eterna. Pertenecemos al grupo de los más afortunados. Hay otros que también tienen este tesoro, pero nadie tiene más que esta participación en su vida divina.
Ahora bien, hemos recibido el don de la vida divina, pero ¿qué hemos hecho de esta herencia? ¿Lo hemos aprovechado para nuestro bien y el de nuestros hermanos, o lo hemos malgastado? Hermanos, nada quedará sin la recompensa debida al esfuerzo y al mérito de conservar la vida divina en la que fuimos introducidos en nuestro bautismo por las palabras: «Yo te bautizo en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo». Pero las llamas arden día y noche para los que no quisieron la salvación de Dios, el Único Dios verdadero, Uno y Trino.
En todas la Misas pedimos al Señor que venga ya, y en el Padre nuestro le pedimos que venga su Reino y Resulta que no somos conscientes de que le estamos pidiendo que le veamos bajar al Hijo del hombre entre nubes, precedido del signo de la cruz, para que todos los pueblos sean reunidos y se postren ante quien deberán rendir cuentas aquel día, y nada podremos hacer aquel día para escapar del final de la vida: el Juicio y la recompensa, o la condenación eterna. Eso puede suceder a la vista de todos nosotros o morir uno antes y hallarse de modo equivalente ante la presencia de Dios para ese Juicio.
Una balanza se cierne sobre nuestras vidas, en ella se pesará nuestras obras buenas y también las malas. El fiel de esa balanza será la Verdad, y seremos juzgados porque no vinimos a este mundo para el mal, sino para el bien y la justicia; para amar, no para odiar; para ser fieles a Dios, no para traicionarle y quitarle su ser de Creador y Redentor. Nada quedará sin la justicia debida, sin el rigor que exige entrar en la vida eterna.
Tras esa purificación colectiva un mundo nuevo vendrá y el viejo acabará con su injusticia y su impiedad. Pero antes se ha de pasar por un proceso en el que habrá hambre y calamidad, guerra y terror de un mundo que quedará en manos de Satanás, porque la verdad y el bien, la justicia y el amor se excluirán de este mundo. Entonces suplicaremos día y noche que venga el Hijo del hombre. Pero ahora nos lo prometemos todo muy feliz y reímos estrepitosamente, y si no se nos enviara la calamidad nadie esperaría al Señor y todos andaríamos perdidos cuando llegase el día de comparecer ante Él. La cruz en nuestras vidas, hermanos, aunque nos duela reconocerlo, nos acerca a nuestro Salvador, a la verdad y a la Salvación de nuestras almas.
Nosotros separamos el amor de la justicia, y la justicia del amor. No hemos conocido a Dios, incluso los que hemos estudiado teología, no le conocemos y vagamos en nuestras propias opiniones falsas y criterios que nos hacen errar el camino. Dios es justo y Dios es Amor; y es solo Uno: la Justicia y el Amor es uno en Dios, y es un solo atributo de Dios, porque todo es uno solo: Dios es. ¿No os acordáis, “Yo soy el que soy”?
Volvamos, pues, a la pequeñez, porque es el único camino: Miremos a nuestro Redentor, que siendo Dios se hace uno de nosotros, se hizo pequeño, se abajó por amor al Padre. Tanto es así que eligió a doce hombres pequeños, sin relieve social ni moral, para que fuesen los fundamentos de la Iglesia. Jesús elige a pescadores, a un recaudador de impuestos odiado socialmente. Nosotros hubiésemos elegido a seis escribas y seis fariseos: hombres intelectuales, vestidos con amplios ropajes, educados para comer con distinción y elegancia y bien considerados. Jesús, en cambio, no se deja atrapar por prejuicios sociales e incluso religiosos, y hasta se dirige a su Padre de un modo insólito en la piedad judía, e incluso a sus discípulos nos cuesta seguirle y llamar a Dios: Abbá, querido papá. ¿Nos atrevemos a llamar así a nuestro Padre del cielo como lo hizo Jesús, nada menos que momentos antes de su pasión en el huerto de los olivos: Papá, papaíto? Pidamos ser pequeños, es la puerta del cielo. Obedezcamos sus mandamientos en toda su integridad, sometamos nuestro orgullo ante Dios y los hombres. Aprendamos del que es modelo increíble, porque es manso y humilde de corazón.
Fijaos si será paciente que nos espera en nuestras Misa dominical, que tantas veces hay quien se las salta porque está cansado, tiene que hacer visita a los familiares o ir a comprar a esos super comercios tan tentadores, que tienen de todo lo que no necesitamos. Y ahí está el Señor olvidado en el Sagrario sin que nadie lo visite. Da la impresión que odiamos a nuestro Creador y Redentor. Su amor parece derrochado en balde. Actualiza en cada Misa lo que sucedió en el Calvario y nosotros nos permitimos hablar dentro de la Iglesia o incluso inmediatamente después de comulgar. Se ha quedado en el Sagrario para estar con nosotros y entramos a la iglesia o capilla sin hacer una genuflexión bien hecha, sin dedicarLe unos instantes de oración.
Tenemos mil cosas en nuestras vidas que arreglar, en casa y fuera de casa, en la sociedad que nos rodea y como miembros vivos de la Iglesia. Pero por respetos humanos no somos capaces de recortar unos minutos nuestras conversaciones interminables en las que repetimos siempre los mismos tópicos, y no encontramos tiempo para el Señor y no se nos ocurre ir a pedirle ayuda. Tampoco “ayudamos a la Iglesia en sus necesidades”, en su mayor necesidad, que no es la económica, sino la de ‘la conversión de sus hijos’. Nos olvidamos de que Jesús está en el sagrario, de que allí nos espera el Rey de reyes y el ir allí, donde Él se ha dignado como prolongar su encarnación en cuerpo, alma y divinidad, hace que la oración sea mucho más efectiva que si la hago desde el sillón de mi casa. ¿Somos nosotros más que Él o nuestros asuntos más importantes que la Salvación que ha venido a traernos?
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Nosotros que estamos tan informados y a la última, ¿cómo podemos estar tan ciegos para ver que no está lejos el día que nos cerrarán las iglesias y ya no podremos venir a estar con Él? Ahora es el tiempo de salvación, pero no lo aprovechamos para salvar nuestra alma y nos falta fe para estar convencidos de que el Señor nos está esperando, y el sacerdote, puesto por Jesús, también te está esperando para una confesión sincera de toda tu vida, una confesión con profundo arrepentimiento y verdadero propósito de enmienda. Más aún el Señor nos espera en el Sagrario para que vayamos a hacerle las preguntas esenciales de nuestra vida, los problemas que nos agobian, los miedos que sólo a Él somos capaces de contarle. Vayamos a hacerle esas preguntas al Sagrario y a poner en sus manos esas angustias; perseveremos en ello sin buscar otra luz que la brilla en el Sagrario y encontraremos allí la respuesta y la paz que sólo Él puede dar. Él no falla al que confía.
Tenemos hoy, todos los domingos desde este verano pasado, esa oportunidad de estar con Él, de experimentar lo que es su presencia viva y palpitante en el Tabernáculo, en el espacio entre las dos misas de una y de cinco en la Capilla del Santísimo para rezar por esas intenciones que agradan al Señor: la de la unidad de la Iglesia que nos ha pedido el Papa Francisco, la reconciliación y unión entre los españoles, suplicar la purificación de las almas que reposan aquí y en otros lugares de los que intervinieron en la guerra, además de nuestras intenciones particulares.