Querido fr. Miguel:
En la historia de las vocaciones se ha repetido no pocas veces aquel pasaje del profeta Jeremías quien, ante la llamada comprometedora del Señor, trata de excusarse: “mira que soy un muchacho que apenas sabe balbucir”. A lo que Dios responde: “Yo estaré contigo; tú dirás y harás lo que Yo te ponga en los labios y en tu corazón”. Tu vocación no es la misión profética, ni la de apóstol, evangelizador, pastor o maestro, sino la del monje, aunque éste participa a su modo de todas ellas, no a través de la palabra sino del silencio, del testimonio y de la santidad.
Tú ya has refrendado algunas de esas palabras que el Señor ha puesto en tu corazón: “para mí lo bueno es estar junto a Dios”, “habitar en la casa del Señor por años sin término, gozar en la contemplación de su rostro (sal 26, 4)” Son tus palabras de respuesta a otras que habías escuchado seguramente desde hacía tiempo: “qué es lo que te exige el Señor tu Dios? Que temas al Señor, tu Dios, que lo ames, que sirvas al Señor con todo el corazón y con toda el alma. Porque este mandamiento es el principal y primero” (Dt 10, 12; Mt 22, 38).
Son palabras dirigidas a todos sin excepción, pero que han resonado de manera particular en ti y en los que un día escuchamos esa misma voz. Son las palabras que te han traído hasta aquí y que han hecho que hoy nos pidas el hábito de la vida monástica. No sé si te das perfecta cuenta de qué es lo que pides. Puedes tener la impresión que el hábito es un símbolo de renuncia, de pobreza, de sumisión y en definitiva de abdicación de ti mismo y de no pocas de esas cosas nobles, bellas y legítimas que ofrece la vida. En definitiva, algo que te sepulta y te silencia.
En el significado del vestido de los monjes hay algo de esto, porque en él hay un cambio total de perspectivas humanas. Pero el hábito no es una mortaja, sino un vestido de gloria, un ropaje de gala y de triunfo. Entre los trajes que han vestido los hombres ninguno tan glorioso como el de aquellos que, revestidos con él, habitan permanentemente en la casa del Señor, dedicados a una única tarea: “yo debo ocuparme en los asuntos que son de mi Padre”. Son los que entregan su vida a la ‘obra de Dios’ y hacen de la misma vida una obra de Dios y para Dios, anticipando así las realidades celestes, porque ese es el objetivo que define la existencia de los monjes. Es la túnica terrena de los ángeles que, como los del cielo, cantan desde ahora el Sanctus eterno, al mismo tiempo que hacen presente a Dios en el mundo, mientras abren caminos entre Él y los hombres. Porque los monjes no pierden la perspectiva de las realidades humanas, en las que han participado con la eficacia que sabemos. De ellos los hombres esperan que, como en el pasado, les digan las palabras certeras que les conduzcan por los caminos de la verdad, del bien y de la dignidad.
Al vestir el hábito vas a revestir toda la tradición de la orden monástica, la vas a prolongar y esperamos que la vas a enriquecer. De hecho, en cada uno de nosotros sobrevive y renace la historia de nuestro pasado, la heredamos y la encarnamos en nosotros, y a través de nosotros se rejuvenece y se prolonga. Somos el vínculo que transmite y amplifica la obra del pasado, una obra que ha sido proyectada hacia Dios, hacia la Iglesia, hacia el mundo.
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Nadie en el Monasterio es un número más. En cada nueva incorporación, en cada nuevo hábito o cogulla, la Orden reverdece y se renueva, vive la promesa de un presente y un futuro para la gloria de Dios y para el servicio de la Iglesia y de los hombres. Nosotros hemos unido en una sola vocación esta triple misión que, sin embargo, se origina y se nutre de una fuente única: la búsqueda de Dios, en la que está comprendido también todo lo que es de Dios.
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Esta es la tarea esencial del que llega a la vida monástica y del que persevera en ella, la finalidad específica de cada uno de nuestros instantes y acciones, y la que da sentido pleno a nuestra vida personal y comunitaria. Y ella es la que nos permite colaborar con Dios desde el corazón de la historia para señalar a los hombres la posibilidad de recorrer una dirección espiritual, cultural y humana en consonancia con su vocación. También esto pertenece al servicio y a la gloria de Dios, y los monjes han sido maestros en esta empresa.