Querido Fr. Carlos:
Dirigiéndose San Juan Crisóstomo a los padres paganos que se oponían a que sus hijos abrazasen el estado monástico, señalaba el hábito como signo de pobreza y del cambio de vida que implica el monacato y ensalzaba su valor por encima de las ricas vestimentas de los emperadores, advirtiendo que éstas no les convertían en seres admirables, mientras que “el monje, en cambio, en solo su hábito, lleva muchos motivos para que se le admire. Luego, si nadie admira al rey porque se vista de púrpura y todos se maravillan del hábito del monje, síguese que el sayal hará más conspicuo y glorioso a tu hijo [monje] que la púrpura del emperador” (Contra los impugnadores de la vida monástica, discurso II, 6).
Podríamos decir que el monacato nació con el hábito puesto, a la par que el hábito definía al monacato ante el resto de los hombres como signo externo de un modo de vida que suponía entregarse de lleno a la búsqueda de Dios en el seguimiento y la imitación de Cristo orante, pobre y penitente. Los Padres del Desierto, con su “melota” característica, habían puesto sus ojos en los vestidos de Elías, Eliseo, las comunidades veterotestamentarias de profetas y San Juan Bautista: un manto, unas pieles, la descalcez… Todo ello exteriorizaba la austeridad y el desprendimiento de una vida que anhelaba alcanzar el Cielo. Aquellos antiguos monjes dieron con frecuencia un significado espiritual a cada pieza del hábito, como lo exponen Evagrio Póntico (Tratado Práctico, prólogo) y Juan Casiano (Instituciones cenobíticas, lib. I). Y Nuestro Padre San Benito, a quien el monje Román le impuso el hábito (San Gregorio Magno, Diálogos, II, 1), entiende que el abandono de las vestimentas seglares para recibir las monacales conlleva un cambio total de vida (RB 58, 26-28).
Esta doctrina antigua conserva a día de hoy toda su perennidad y actualidad, pese a las versiones secularizadoras de la vida religiosa consagrada y a la práctica más común a la que éstas han llevado. De hecho, el valor del hábito ha quedado realzado por el Magisterio reciente de la Iglesia: bastaría con recordar las enseñanzas del Concilio Vaticano II (Perfectae caritatis, n. 17) y de los Papas recientes (Bto. Pablo VI, Evangelica testificatio, n. 22; S. Juan Pablo II, Vita consecrata, n. 25); todos ellos lo han definido como “signo de consagración” y han pedido vivamente su uso a los religiosos y a las religiosas.
Hoy, querido Fray Carlos, vas a recibir el hábito monástico como signo de la nueva vida que deseas abrazar. La Iglesia establece unos tiempos prudenciales de discernimiento y progreso en la vocación religiosa, pero todos queremos confiar en que la gracia de Dios se irá derramando sobre ti en cada paso y podrás ser un buen monje, viviendo las virtudes que el santo hábito exige. No dudes que, si bien es cierto que “el hábito no hace al monje”, contribuye a hacer al monje y le ayuda. El fundador de nuestra Congregación Solesmense, Dom Guéranger, lo consideraba “signo visible de la separación del mundo” y pedía a los monjes un soberano respeto hacia él (Notions sur la vie religieuse et monastique, I, 1). Dom Delatte, en su Comentario a la Regla, dice que “nos recuerda también y sin cesar nuestra condición sobrenatural: […] nos advierte que no somos ya del siglo y que hay mil cosas mundanas a las que hemos dicho adiós. […] Por razón misma de esta bendición [en la ceremonia de imposición] que le hace llegar a ser un sacramental, nuestro hábito nos protege, es parte de nuestra clausura y la perfecciona: nos retiene en la dulce cautividad de Dios” (cap. 55).
No dudes que, ciertamente, el hábito se puede constituir en una guarda personal de tu clausura, porque, dentro y fuera del monasterio, él te recordará constantemente que perteneces a Dios y no al mundo, que has entregado tu vida a Cristo, que a tu consagración son ajenas las costumbres que en los seglares pueden ser legítimas, que no puedes ir o frecuentar ciertos lugares que una vestimenta seglar te permitiría. No dudes que el hábito puede evitarte muchas ocasiones de pecado, porque te recordará tu condición de consagrado. Y si bien puede alguna vez suscitar una burla, comprobarás que estás serán muy escasas y que, por el contrario, se multiplicarán por mil los beneficios espirituales que, al llevarlo, Dios concederá a tantos seglares, para los cuales, en medio de una sociedad que ha perdido prácticamente el referente y el sentido de lo sobrenatural, será cuanto menos el testimonio silencioso pero elocuente de la existencia y de la primacía de Dios, que es la esencia misma de la vida monástica.
Por nuestra parte, no dudes que rogaremos a Santa María, Reina de los monjes, para que en esta fiesta de la Visitación a su prima Santa Isabel, interceda ante Dios para que te conceda la fidelidad en el camino de tu vida monástica.