Queridos hermanos:
En la solemnidad de Todos los Santos, la Iglesia honra a todos aquellos hermanos nuestros que han alcanzado ya la gloria celestial en la eternidad, tanto los que están oficialmente beatificados y canonizados, como aquella ingente multitud de hombres y mujeres que, habiendo pasado en su mayor parte desapercibidos y siendo desconocidos para nosotros, vivieron la vida cristiana con fidelidad. Entre ellos pueden contarse muchos familiares y amigos nuestros que han sido un verdadero ejemplo de vida cristiana para quienes los conocieron.
Como afirmaremos en el Credo, una de las cuatro notas de la verdadera Iglesia es la santidad. Lo dice el Salmo 92: “La santidad es el adorno de tu casa” (Sal 92,5). Y lo es porque su fundador, Nuestro Señor Jesucristo, es santo y envía sobre ella el Espíritu Santo para que la vivifique y la santifique, produciendo en ella frutos de santidad. A pesar de las miserias y de los pecados de los cristianos, la Iglesia es esencialmente santa. Por eso mismo nos deben doler nuestros propios pecados y los de todos los hijos de la Iglesia, y especialmente de los sacerdotes, pues empañan la imagen de pureza que debe brillar en la Iglesia como Esposa de Cristo. En definitiva, debemos orar y sacrificarnos para que “la santa Iglesia, esposa de Dios, señora y madre nuestra, vuelva a ser libre, casta y católica”, como dijera el Papa y monje benedictino San Gregorio VII en el siglo XI.
Desde sus mismos orígenes, la Iglesia rindió un culto especial a los mártires y los tomó como modelo, y muy pronto asoció a ellos a otros hombres y mujeres que sobresalieron por haber vivido las virtudes en grado heroico. La meta del cristiano es la santidad y el logro de la salvación eterna, porque suponen la fidelidad y entrega absoluta a Dios y el disfrute de su contemplación para siempre. En consecuencia, el ideal cristiano es la santidad: “¡Ser santos!”, como han proclamado muchos santos. “¡Hagámonos santos, que todo lo demás es tiempo perdido!”, nos han dicho muchos de ellos.
La santidad consiste básicamente el ejercicio heroico de las virtudes. Y la virtud es una disposición permanente del alma para obrar el bien y evitar el mal. Para poder ejercitarla de un modo perfecto necesitamos la ayuda de la gracia divina, que es un anticipo de la gloria celestial y se nos comunica por medio de los sacramentos, la oración y las buenas obras; la gracia es la participación, ya en la tierra, de la naturaleza y de la vida divinas, como nos dice la segunda carta de San Pedro (cf. 2Pe 1, 3-4).
Seamos santos, iluminemos al mundo que nos rodea con nuestro ejemplo y aspiremos al Cielo, viviendo las Bienaventuranzas que Jesús nos ha proclamado en el Evangelio (Mt 5,1-12) y anhelando pertenecer al séquito de los santos que eternamente glorifican a Dios, según la descripción del Apocalipsis (Ap 7,2-4.9-14), sabiendo que entonces, como nos ha dicho el apóstol San Juan, “seremos semejantes a Él, porque le veremos tal cual es” (1Jn 3,1-3).
La solemnidad de Todos los Santos, por tanto, es un doble estímulo a ser santos en la tierra y a alcanzar la gloria de los santos en el Cielo. Los santos, con su vida y con su ejemplo, han sido capaces de aportar al mundo caridad y justicia. Pero además, nos sirven de modelo para alcanzar la dicha eterna en el Cielo. Son un aliciente para la esperanza cristiana, la cual es una virtud teologal infundida por Dios en la voluntad, por la cual confiamos con plena certeza alcanzar la vida eterna y los medios necesarios para llegar a ella apoyados en el auxilio omnipotente de Dios.
La solemnidad de hoy y el mes de noviembre, dedicado a los Fieles Difuntos, nos recuerdan la realidad trascendente del ser humano, creado a imagen y semejanza de Dios y redimido por la Sangre de Jesucristo. Nos recuerdan la realidad de la inmortalidad del alma y la fe en la resurrección final de los cuerpos, según el modelo del Cuerpo resucitado de Jesucristo en estado glorioso. No está de más recordar, en consecuencia, que rezar por vivos y difuntos es una de las obras de misericordia espirituales, y enterrar a los muertos es una de las obras de misericordia corporales. Y de ahí el respeto que la fe cristiana, acorde con la Ley Natural inscrita en el corazón de todos los hombres cuya razón gobierna adecuadamente en sus vidas, impone a la memoria de los difuntos, a sus restos mortales y a sus sepulturas.
En los tiempos que vivimos y en los que absurdamente se han generado en España problemas que no existían, bueno sería recordar lo que, en una época en que no sobresalían los mediocres, se cuenta de un gobernante de una gran talla cultural, moral y cristiana, como fue Carlos I. Según se narra en cierta tradición, ante el sepulcro de Lutero en Wittenberg, cuando alguno le propuso exhumar sus restos y dispersarlos, contestó: “No hago la guerra a los muertos; descanse en paz. Ya está delante de su Juez”. El ejemplo de Carlos I es el que corresponde al caballero cristiano español: dar la batalla por la verdad desde esa nobleza de alma y desde esa altura de miras, con la ayuda de Dios y de Santa María Virgen, con el ejemplo de los santos y de los héroes, siendo capaces de construir el futuro sin destruir el pasado y haciendo reinar el amor sobre el odio. Que Santa María, Reina de todos los Santos, nos ayude en el camino de la santidad.