“De la misma manera que Yo vivo por el Padre, el que me come vivirá por Mí, y el que come este pan vivirá para siempre” (Jn 6, 51)
El misterio del cuerpo y de la sangre de Cristo, que hoy somos invitados a celebrar privada y públicamente, como el pueblo cristiano viene haciendo desde hace siglos, contiene el centro de la vida espiritual y humana de todos los hombres, con independencia de la actitud que adopten ante él. Todas las realidades divinas se mantienen siempre presentes ante nosotros, con la fuerza con que fueron plasmadas por Dios y con las promesas de que fueron dotadas. De este modo, “la palabra de Dios permanece para siempre” (1 Pe 1, 25), de manera que los hombres encuentren en todo momento la palabra de verdad, de salvación y de vida que Dios ofrece a todas las generaciones.
Toda esa acción de Dios hacia nosotros manifiesta en primer lugar el hambre y la sed que Dios tiene de nosotros, desde mucho antes que Él las despertara en nosotros hacia Él. No nos puede sorprender esta apetencia de Dios, que es la propia de quien ha engendrado a una criatura por su palabra creadora y la de quien le ha reengendrado por su sangre y su muerte, como expresión de un amor para el que los hombres no tenemos ninguna explicación si no es en la propia evidencia de ese mismo amor, prodigado sin medida y bajo todas las formas posibles.
Es ese amor el que nos ha dado vida y nos mantiene en ella, en el tiempo y en la eternidad. La vida que alimenta el cuerpo y que crea y vivifica sin cesar el espíritu.
En realidad, de Él recibe la vida todo lo que tiene vida, todo lo que nos procura y fortalece nuestra vida, en el orden físico o espiritual. La exuberancia de vida que percibimos en torno al hombre, en la tierra, en el mundo y en los espacios, de la que participamos y en la que alimentamos la nuestra, tiene su fuente en Dios, ha salido de sus manos con esa abundancia torrencial que nos admira.
Todo ello es una exhibición de la abundancia infinita de vida que hay en Dios. Pero no es más que una pequeña muestra de esa otra vida, mucho más verdadera y rica, que es la vida del espíritu y del alma, porque en ellos hay una chispa del propio ser de Dios. Una chispa que, por ser propiamente divina, es más plena y más rica que toda esa marea de vida humana y cósmica que nos envuelve. El hombre tiene a su alcance una vida más valiosa y abundante que la que apetece normalmente, esa vida que Jesús describe en el Evangelio como “manantial de agua que salta en nosotros hasta la vida eterna” (Jn 4, 14), y que contiene el caudal de todos los ríos y la opulencia de todas las riquezas. Porque es la vida misma de Dios, dejada por Él en el pan y el vino de la Eucaristía: “Esto es mi Cuerpo y mi sangre para la vida del mundo”(Jn 6, 51). Son palabras sorprendentes, difícilmente asimilables por la razón humana, pero son palabras de Dios, que como todas las suyas, dicen siempre la verdad y hacen lo que dicen.
Y dicen que en ellos está la vida del mundo: “el que come este pan y bebe de este vino tiene vida en él” (Jn 6, 56, 57). Es una afirmación que obliga a revisar todos nuestros conceptos acerca del valor y de los contenidos que nosotros ponemos en nuestra existencia cuando decimos que queremos vivirla con toda la intensidad posible.
En las experiencias humanas más intensas de la amistad y del amor, no existe nada parecido a la cercanía que Dios nos ofrece con Él en el Eucaristía, cuando viene a revestirnos de Sí mismo, a fin de que seamos reconocidos como carne de Su carne y hueso de Sus huesos. Es una unión que busca arrancarnos de nuestra indigencia y de nuestra soledad.
De nuestra indigencia, porque Él, en la Eucaristía, lo mismo que en su Palabra, se constituye en el Banquete y en la riqueza de aquellos que ha destinado a ser sus hijos. Y de nuestra soledad, porque fuera de Dios somos estrellas errantes, aunque a nuestro alrededor pululen millones de otras estrellas, igualmente solitarias, como las que pueblan las galaxias cósmicas o esas otras galaxias humanas que giran tantas veces al azar, sin norte ni centro de referencia.
El hombre permanece solo cuando rechaza el espíritu y la gracia, la vida y la sangre que sólo Dios posee, y de los que nos invita a participar. Ninguna otra presencia puede sustituir la de Dios en nosotros, porque esas presencias son demasiado frágiles al lado de la presencia divina, y porque son sombras que finalmente se desvanecen.
En cambio, El nos ofrece habitar en El y vivir por El; poseerle y ser poseídos por Él. Esta es la finalidad de la creación del hombre por Dios: hacernos parte de Él mismo: dioses por participación e hijos por adopción, de manera que sea también nuestra la gloria de su gracia, la riqueza de vida y de dones preparada para los que le conocen y le aman. “Si Dios nos dio a su Hijo, ¿cómo no nos dará con Él todo lo que es suyo?” (Rm 8, 32).
Nosotros experimentamos un hambre y sed infinitas de ser y de saciarnos, hambre y sed alimentadas por Dios mismo, porque quiere que sus criaturas humanas estén lo más próximas a Él por la dignidad de su naturaleza y por su capacidad para poseerle, y con El todo lo que pertenece a Dios.
Dios no limita sino que ensancha al hombre; El es la máxima perspectiva a la que está abierta el ansia de conocimiento, de poder y de vivir que se alberga en él. Por eso, lo que no toma de Él es siempre infinitamente más limitado, y finalmente caduco.
Hoy, día de la caridad fraterna, recordemos que todos los que comemos un mismo pan formamos un solo cuerpo, y que si Dios reparte su pan a todos, nuestro pan es también de todos.