La celebración de los santos es una práctica diaria en la vida de la Iglesia. Todavía en no pocos calendarios vemos asignados los nombres de uno o varios de estos hombres y mujeres insignes a cada día del año, acompañando la celebración de los misterios de Cristo, a la vez que se nos muestran como sus testigos e imitadores perfectos. Sus nombres han sido completamente familiares para nosotros durante generaciones, y les hemos tenido como emblemas de la santidad evangélica, así como protectores siempre atentos a nuestras necesidades espirituales y materiales.
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Pero estaremos de acuerdo en que la opinión general sobre ellos ha cambiado sensiblemente. El santo es hoy, tal vez, el modelo humano más desplazado, después del cambio que se ha producido en nuestras pautas de conducta. Esta evolución nos ha llevado a pensar que la existencia se basta a sí misma con sus propios recursos, y que cada sujeto es norma de sus propias ideas y comportamientos, por lo que su libertad le permite _x000D_ determinar por sí mismo su estilo de vida.
La búsqueda de la perfección moral y espiritual, mediante la virtud y la rectitud evangélicas, ha sido sustituida por comportamientos que recuerdan las costumbres paganas y hedonistas más radicales. Siempre que sea posible, la vida debe ser un disfrute de todas las seducciones que se puedan extraer de ella, de manera que nos aseguremos el máximo de satisfacción, independientemente de su rectitud moral y de su conformidad con la ley de Dios y la recta razón.
Sin embargo, el Evangelio sigue siendo la norma fundamental de los actos humanos. Él nos enseña que el santo ejemplifica para todos el modelo de hombre propuesto por Dios. De hecho, sólo Él conoce qué es el hombre, su realidad, su sentido y destino, sus tareas y objetivos prioritarios. Por tanto, sólo Él puede, mostrar con precisión la exigencia y la excelencia que deben revestir los actos humanos. Dios es el donante de la vida y de las funciones del cuerpo, pero también el diseñador de la imagen espiritual del hombre.
En este la llamada a la perfección deriva de la propia condición humana. Porque ha de haber armonía entre su naturaleza y sus actos, y éstos deben producir obras y frutos que se correspondan con ella. Pero sabemos que el ser del hombre es el de alguien que ha sido constituido como imagen de Dios, hijo de Dios y partícipe de su naturaleza.
El proceso de santificación no es otra cosa que el desarrollo de esta imagen de Dios en nosotros. No es un mandato o una tarea caprichosamente añadidos; la santidad responde al proyecto de Dios diseñado para el hombre desde su origen. De ahí que forme parte de nuestra razón de ser la tendencia a la perfección. Renunciar a ello significaría renunciar a ser nosotros mismos, a darnos el cumplimiento de lo que está escrito en nosotros y que nos constituye esencialmente. Porque tal es la voluntad de Dios y el imperativo de nuestro ser.
Al contrario de lo que tantas veces pensamos, ser santo, o esforzarse por serlo, no es renunciar a la plenitud y a la felicidad que todos anhelamos y a las que Dios es el primero en llamarnos. Estamos hechos para ella y nadie más interesado que Él en que la alcancemos, lo que se logra precisamente cuando le alcanzamos a Él y nos afianzamos en Él. Porque Él es esa plenitud de toda expectativa y de toda dicha.
Cierto que esto tiene un precio, porque es estrecha la puerta que lleva a la vida y sólo los esforzados entran por ella. Hay algunas renuncias inevitables: a los falsos valores de la vida, a tantas seducciones que son visiones mentirosas de la realidad. Pero son renuncias saludables. El hombre que aspira a ser verdaderamente dichoso empieza a serlo cuando se sobrepone señorialmente al mundo y a sí mismo.
Nuestra pregunta obsesiva por la felicidad: qué es, dónde está, cómo conquistarla, indica la ansiedad de quienes hemos perdido las razones y los caminos para encontrarla y nos preguntamos cómo nos va después de esta pérdida.
El camino nos lo ha mostrado Aquel que, después de haberse presentado a Sí mismo como prototipo de todos nosotros, como el Hijo del Hombre por excelencia, nos ha señalado los rasgos que, como en Él mismo, deben marcar nuestra vida: la conciencia de nuestra procedencia de Dios, la proyección permanente hacia Él, el cumplimiento de la misión recibida del Padre, la sumisión a su voluntad. Sumisión que no es negación de nosotros mismos, sino la posibilidad de elevarnos sobre nosotros mismos.
Esta es también la lección de los Santos, de todos los que han seguido esas huellas y nos invitan a nosotros a superar el gran miedo de nuestro tiempo: el de encontrarnos de nuevo con Dios. Como a los santos, Dios nos “enseñará entonces el sendero de la vida, nos colmará de gozo en su presencia, de alegría perpetua su derecha”.