Queridos hermanos:
Al celebrar la solemnidad de Todos los Santos, la Iglesia honra a todos aquellos hermanos nuestros que han alcanzado ya la gloria celestial para toda la eternidad, tanto los que están oficialmente beatificados y canonizados, como aquella ingente multitud de hombres y mujeres que, habiendo pasado en su mayor parte desapercibidos y siendo desconocidos para nosotros, vivieron la vida cristiana con fidelidad a Dios y ejercitando las virtudes. Entre ellos pueden contarse muchos familiares y amigos nuestros cuya imagen seguramente nunca veremos en una hornacina o en un altar, pero que han sido para todos los que los conocieron un verdadero ejemplo de vida cristiana.
Una de las cuatro notas de la verdadera Iglesia, según lo vamos a proclamar en el Credo, es la santidad: la Iglesia es santa. Lo dice el Salmo 92: “La santidad es el adorno de tu casa” (Sal 92,5). Y lo es porque su fundador, Nuestro Señor Jesucristo, es santo y envía sobre ella el Espíritu Santo para que la vivifique y la santifique, produciendo en ella frutos de santidad. Por eso, desde sus mismos orígenes, la Iglesia rindió un culto especial a los mártires y los tomó como modelo, y muy pronto asoció a ellos a otros hombres y mujeres que, sin haber derramado su sangre por Cristo, vivieron con una fidelidad y una entrega a veces semejables incluso al martirio. Entre esos mártires y santos de los primeros siglos, no debemos olvidar que un número destacable de ellos son niños y niñas, porque a la santidad estamos llamados todos desde que nacemos.
San Bernardo de Claraval apreciaba el valor de los santos como mediadores y como ejemplo para nosotros, además de merecer nuestro reconocimiento por haber logrado la corona de la gloria. Nos enseña que ellos no necesitan los cantos y los homenajes de los hombres, pues están saciados por el Señor, pero la celebración de su memoria nos es muy provechosa a los hombres de la tierra y suscita en nosotros el que Cristo se nos manifieste como nuestra vida, lo mismo que a ellos, y el deseo de que seamos glorificados en Él. En definitiva, “tres cosas debemos considerar en las fiestas de los santos: la ayuda que nos dan, su ejemplo y nuestra confusión” (Sermón en la vigilia de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo). Entendamos aquí por “confusión” el hecho de que todavía nos encontramos en medio de las penalidades de la vida terrena.
La santidad y el logro de la salvación eterna es la meta del cristiano, porque suponen la fidelidad y entrega absoluta a Dios y el disfrute de su contemplación para siempre. Por eso, el ideal cristiano debe seguir cifrándose en la santidad: “¡Ser santos!”, han proclamado y exhortado muchos santos. “¡Hagámonos santos, que todo lo demás es tiempo perdido!”, nos han dicho muchos de ellos. Y no se referían a la santidad reconocida públicamente y a un deseo de ser un día oficialmente venerados, sino que se referían a la santidad a los ojos de Dios. Como enseñaba un bonito devocionario de nuestra guerra de 1936-39: “Ante Dios nunca serás héroe anónimo”.
La santidad consiste básicamente el ejercicio heroico de las virtudes. Hoy se habla poco de virtudes, porque suponen un esfuerzo ascético de autosuperación, de dominio de sí, de vencimiento sobre las pasiones ilícitas y sobre las malas tendencias, de victoria sobre el pecado y el vicio. Pero la virtud, que es una disposición permanente del alma para obrar el bien y evitar el mal, es condición sine qua non para la santidad; y para poder ejercitarla de un modo perfecto necesitamos la ayuda de la gracia divina, que es ya un anticipo de la gloria celestial y se nos comunica por medio de los sacramentos, la oración y las buenas obras.
La solemnidad de Todos los Santos, por tanto, es un doble estímulo a ser santos en la tierra y a alcanzar la gloria de los santos en el Cielo. Los santos son los que, con su vida y con su ejemplo, han sido capaces de aportar al mundo caridad y justicia. Pero además, nos sirven de modelo para alcanzar la dicha eterna en el Cielo. Son un aliciente para la esperanza cristiana, la cual es una virtud teologal infundida por Dios en la voluntad, por la cual confiamos con plena certeza alcanzar la vida eterna y los medios necesarios para llegar a ella apoyados en el auxilio omnipotente de Dios. Lo dijo San Juan Pablo II: “No podemos vivir sin esperanza. Hay que tener una finalidad en la vida, un sentido para nuestra existencia. Tenemos que aspirar a algo. Sin esperanza, comenzamos a morir” (Los Ángeles, 1987). “La fe cristiana y la esperanza cristiana miran más allá de la muerte. Pero ni la fe ni la esperanza son mero consuelo en el más allá. Transforman ya ahora nuestra vida terrena” (Salzburgo, 1988).
Viviendo santamente en la tierra y transformando así la realidad que nos rodea, aspiremos al Cielo, a la vida eterna. Deseemos vivir las Bienaventuranzas que Jesús nos ha proclamado en el Evangelio (Mt 5,1-12) y anhelemos pertenecer al séquito de los santos que eternamente glorifican a Dios, según la descripción del Apocalipsis (Ap 7,2-4.9-14), sabiendo que entonces como nos ha dicho el Apóstol San Juan en su primera carta, “seremos semejantes a Él, porque le veremos tal cual es” (1Jn 3,1-3). ¡Qué gozo, queridos hermanos, alcanzar la gloria eterna, la contemplación eterna de Dios en compañía de los ángeles y los santos, aquello que con nuestras limitaciones terrenas ahora nos es imposible comprender bien! Entonces, como dice San Agustín, “allí descansaremos y contemplaremos; contemplaremos y amaremos; amaremos y alabaremos. He aquí lo que será la dicha que no tiene fin” (De civ. Dei, XXII, 30). Que la Santísima Virgen, la toda santa y asunta al Cielo, nos ayude a llegar a esta meta.