Cada vez que celebramos esta fiesta del Apóstol Santiago nuestra imaginación se remonta ante todo al pasado: a la tradición de su presencia en España, a la aparición de la Virgen que le visitó en Zaragoza para animarle ante el escaso fruto de su evangelización en estas tierras. Lo que no dice la tradición es si aquella decepción se refería sólo al desinterés de aquellos celtíberos, o también a la premonición sobre la deserción de los actuales ante aquel mensaje del Evangelio.
Santiago nos dejó la siembra y las raíces de lo que fue el constitutivo esencial de lo que más tarde sería España. Porque todo lo que hemos sido y hecho de más importante bajo la condición de españoles lo hemos identificado, tanto nosotros mismos, como desde fuera de nuestras fronteras, con la adhesión a Cristo, a su fe y a su Evangelio. Ellos han sido nuestra inspiración permanente, aunque con las inevitables limitaciones humanas.
Esta festividad y todo lo que evoca nos invita a reflexionar sobre el momento actual de aquella predicación que nos engendró para el Evangelio y que inspiraría con el tiempo lo más significativo de nuestra trayectoria histórica.
Una Nación no es sólo el conjunto de sus habitantes, de sus hechos históricos o de su cultura. Una nación, lo mismo que una persona, es ante todo su alma, su espíritu, sus valores sustanciales, lo que define la línea más profunda sobre la que se han sustentado el vivir de las sucesivas generaciones, lo que ha alimentado las convicciones más profundas de sus individuos y de sus comunidades. Son aquellas afirmaciones básicas en las que ha creído y a las que servido, y sobre las que ha constituido la base de su estructura fundamental.
Lo que hoy está en juego para nosotros es que España pueda seguir siendo ella misma cuando la estructura básica de sus instituciones y ciudadanos ha sido sustituida por realidades antagónicas.
La ruptura, en España, con casi todo lo que nos ha venido dando una identidad común dentro de una diversidad secundaria, se volverá contra nosotros. Dejaremos de reconocernos un pueblo común y todo lo que hemos sido y hecho en su nombre: los sacrificios y las grandezas, la riqueza sencilla de la vida cotidiana y las acciones históricas más significativas. España será entonces el nombre de una realidad pasada. Porque ya no habrá una tierra que nos transmita una savia colectiva.
Entonces tendremos, tal vez, la amistad de los poderes de este mundo, por los que nos hemos dejado empujar hacia esa catástrofe moral. Y tendremos el aplauso de esa modernidad, demoledora de todos los auténticos valores humanos. Pero no tendremos la de Dios. Y si no es Dios quien inspira y “construye nuestra ciudad”, en palabras de la Biblia, si no damos a Dios lo que es de Dios, en la esfera personal y pública, en vano trabajaremos para edificar un futuro y una nación habitables.
Sin Dios ni nos respetaremos entre nosotros, porque ya no nos reconocemos ni como hermanos ni como compatriotas, ni nos haremos respetar por nadie, porque sin Él nadie ni nada es respetable para nadie. Y si no es Él “quien custodia la ciudad y sus habitantes”, sigue diciendo la Escritura, nadie tendrá ni capacidad ni voluntad de asumir esta tarea de una forma acorde con la verdadera naturaleza del hombre.
Hemos llegado a un punto en el que hemos anulado todas las convicciones del pasado respecto a la realidad del hombre y de la historia, y con ello nos hemos quedado fuera del hombre y de la historia. Porque no somos nosotros quienes determinamos las reglas del juego, es decir, las normas y finalidades esenciales que rigen la vida personal y colectiva de acuerdo con la voluntad del Creador.
Si no existiera la ley natural, el Evangelio, la Palabra de Dios, la muerte de Cristo por el pecado del hombre, podríamos tener alguna justificación, aunque entonces habría que preguntarse si merece la pena esta historia en la que cada uno piensa, cree y hace lo que le parece bien, como si en una orquesta cada uno tocara su propia partitura. Pero escuchamos a Jesús que dice: “ si Yo no hubiera venido y no hubiera hablado no tendrían pecado, pero ahora no tienen excusa” (Jn 5, 22 porque Él ha venido y hablado como sólo corresponde a ese Artífice del mundo y del hombre.
Hay una única historia: la de Dios, en Sí mismo y en Su obra; en Sí mismo y en el hombre. El mismo Jesús, Hijo de Dios, no llevó a cabo otro destino que realizar la obra que el Padre la había encomendado: “he concluido la obra que me encomendaste (Jn, 4, 34); “Todo está consumado” (Jn 19, 30), ni pronunció otras palabras que las que el Padre le confió (Jn 7, 17), ni hizo otra cosa que la voluntad del Padre: “Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado” (Jn 5,36; 6, 28).
La misión de Santiago entre nosotros puso las bases del genio religioso y cristiano de la futura España. Ello hizo posible que, durante siglos, nuestra nación conociera una de las aproximaciones colectivas más perseverantes a este bosquejo de Dios sobre el hombre. Nuestro tiempo, en cambio, ha conocido la voluntad de poner fin a este destino de la providencia, de “cambiar la conciencia de España”, como se proclamó en la tribuna del Congreso de los Diputados hace unos pocos años.
Pidámosle que este designio nunca se consume y que, por el contrario, reafirmemos esa conciencia en cada uno de nosotros.