“Envía tu espíritu, Señor, y repuebla la faz de la tierra”, ora hoy la Iglesia universal. La solemnidad de Pentecostés nos pone a la vez ante aquel acontecimiento del descenso del Espíritu Santo sobre la Iglesia naciente, pero también nos obliga a reparar en el eclipse de que hoy es objeto el espíritu de los hombres. Pocas palabras y conceptos están siendo borrados tan concienzudamente de la memoria y de la sociedad humana. Detrás de lo cual está el intento de anular los rasgos espirituales y divinos del hombre y devolverle al barro primigenio. Tal parece ser el máximo esfuerzo de liberación en que estamos empeñados.
Sin embargo, es en el Espíritu donde nos encontramos en Dios y con Dios; donde Dios se revela en nosotros. Y al mismo tiempo donde tiene lugar la revelación del Hombre, que se trasciende a sí mismo cuando rompe sus confines y es hecho depositario -en el Espíritu- de una participación en la divinidad. ¿Cuándo la idea del superhombre, con que se nos ha llenado la mente, ha alcanzado una interpretación más excelsa?
El Espíritu Santo es “Señor y dador de vida”, proclamamos en el Credo. Es el soplo de vida que “renueva la faz de la tierra”; el que alentaba sobre la superficie informe del cosmos original para darle forma, vida y orden. Así sucedió en el seno de la creación material: “el espíritu de Dios se cernía sobre las aguas” (Gn 1, 2). Después el mismo espíritu descendió sobre el hombre “inspirándole un aliento de vida” (Gn 2, 7): la vida física y el alma espiritual. Y “vio Dios que el resultado era muy bueno” (Gn 1, 1).
El verdadero señorío del mundo no es el de quienes lo dominan materialmente por la propiedad, por el poder o por la ciencia, sido el de aquellos a quienes ha sido dado el conocimiento de “los misterios ocultos desde el origen de los tiempos” y que han sido revelados en Cristo. Ellos conocen los secretos de Dios y en Él los secretos del hombre. El hombre sólo es conocido en Dios, porque sólo Él tiene el secreto de su criatura, de manera que quien participa de ese secreto tiene la medida del hombre, y con ella su lugar y su función en el universo y en la sociedad. Sólo quienes poseen este conocimiento saben situarse en el centro de la realidad. Pero el que está en ese centro domina la realidad misma. Todo los demás poderes son, finalmente, impotencias, poderes de la nada.
Adquirir la clarividencia sobre este conocimiento, que en principio está abierto a todos los hombres, es una de las obras del Espíritu Santo, porque Él es el “Espíritu de la Verdad” (Jn 15, 26), de esa “Verdad que nos hace libres” (Jn 8, 32) y señores, porque quien conoce la Verdad es el verdadero señor del mundo. Leemos en el libro de La Sabiduría del AT.: “en Tu sabiduría formaste al hombre para que dominase sobre tus criaturas, para regir al mundo con santidad y justicia, y para administrar justicia con rectitud de corazón. Dame la sabiduría asistente de tu trono…, porque sin esa sabiduría que procede Ti todo será estimado en nada… Esa sabiduría que sabe lo que es grato a tus ojos y lo que es recto según tus preceptos… Ella me guiará prudentemente en mis obra y me guardará en su esplendor” (Sb 9, 1-6; 9,11). Es la Sabiduría de los esencial destinada a conocer lo que debe ser conocido de manera prioritaria; la sabiduría de vida que enseña a vivir sabiamente, prudente y eficazmente, de manera que la vida no sea un derroche de energía estéril, como lo es tantas veces para los individuos y la sociedad.
“El Espíritu todo lo penetra, incluso las profundidades de Dios” (1ª Cor 2, 10). El Espíritu de quien Jesús había anticipado: “Él os lo enseñará todo”(Jn 14, 26): todo y lo único que vale la pena, el único conocimiento y verdad que puede detener la espiral de confusión y desintegración que nos envuelve.
Una confusión tan parecida a la de Babel, cuando se quiso imponer “una sola lengua”, esto es, un poder y pensamiento únicos que unificaran todos los esfuerzos en la misma dirección: la de arrebatar el poder de Dios: “vamos a construir una ciudad y una torre que alcance al cielo”. Pero ese fue el principio del fin: “voy a bajar a confundir su lengua, de modo que cesen la construcción de la ciudad y se dispersen”. “El Espíritu sopla donde quiere”, y puede ser “espíritu de vida” o de aniquilación, porque lo que no es Vida y Verdad debe ser quebrantado, ya que no hay lugar definitivo para el Mal en el mundo de Dios.
El mundo zozobra en un vaivén sin control porque hemos perdido toda noción y todo amor de la verdad. La repudiamos porque nos contradice y nos pone ante nuestra mentira. Pero la renuncia a la Verdad es la renuncia a la luz, a la prudencia y al camino recto, en último término a nosotros mismos, porque sin ella lo ignoramos todo sobre nosotros y sobre cuanto nos rodea, y por tanto sin ella perdemos el sentido de la realidad y sólo somos capaces de construir ficciones o aberraciones.
De hecho, como consecuencia de esa pérdida, estamos viviendo una especie de pentecostés del mal, una efusión de la mentira, de la confusión y de la muerte, aceptadas con la convicción de que ellas son el camino de nuestra liberación definitiva.
Se ha dicho que el “pecado contra el Espíritu” no se perdona. Es el pecado contra esa Luz que se ha dado a “todo hombre que viene a este mundo”. “Yo soy la Luz del mundo”, de manera que quienes no caminan en esta Luz se mueven en las tinieblas, porque “viendo no quieren ver y oyendo no quieren oír”.
Como la Iglesia ha orado desde la primera hora, también nosotros pedimos: “que el Espíritu del Señor llene la tierra” de verdad y de esperanza.