Estamos celebrando la Pascua del Espíritu Santo cuando, en aquel día de Pentecostés, estando reunidos María con los apóstoles y discípulos, “sobrevino un fragor del cielo, como de un viento intenso, que llenó toda la casa”.
Jesús había anticipado a los suyos que tras su marcha de entre ellos les enviaría su Espíritu con la misión de mitigar su orfandad y de completar la formación que habían recibido de Él: “no perdáis la calma; ruego al Padre que Él os guarde, que Él sea vuestro defensor, el Maestro que os hará comprender todo lo que Yo os he enseñado”. Se ausentaba pero al mismo tiempo permanecía en la Iglesia en una doble forma: mediante su presencia física y sacramental en la Eucaristía, y mediante su propio Espíritu, el Espíritu de Dios.
Como aquel día de Pentecostés, también hoy es la hora del Espíritu Santo. La hora en que, reunidos en oración con María, nos dispongamos para acoger una nueva efusión del Espíritu sobre nosotros; la hora de apremiar su venida y hacernos testigos, como Pedro, de la palabra recibida, de la luz, de la fuerza y de los dones depositados por Él en la Iglesia y en cada uno de nosotros. La hora de que realice de nuevo la obra llevada a cabo en los orígenes de la Iglesia y en el comienzo de la creación.
El Espíritu de Dios es el aliento de vida y de fuerza que se hace presente en todas las cosas: el que fecundó la vida del mundo naciente desde los mismos orígenes, el que sopló ese mismo aliento vital en el rostro de Adán, el que se posó sobre María para dar origen en ella al Verbo hecho carne, el mismo que en el bautismo nos engendra a nosotros a la vida de Dios y la renueva constantemente.
En esas aguas, nosotros hemos sido bautizados, sumergidos y penetrados por el Espíritu, al modo como también Cristo fue ‘ungido por la fuerza del Espíritu Santo’ (cf Hch 4, 27) en su bautismo y al comienzo de su misión evangelizadora. San Pablo describe a los cristianos como ‘templos del Espíritu’ (cf 1 Cor, 3, 16), cuya acción tiende a elevar cada vez más el fondo de nuestra humanidad sobre la materia que la envuelve, porque así es como corresponde a nuestra realidad humana en la que ha sido depositada la imagen de Dios y ha sido hecha “partícipe de la naturaleza divina” (2 Pe 1, 4 ). De esta manera, liberados de la esclavitud a lo carnal, y dejándonos llevar por el espíritu, “nosotros reflejamos la gloria del Señor y nos vamos transformando en su imagen con resplandor creciente; porque así es como actúa el Espíritu del Señor” (2 Cor 3, 18), porque es en su llama donde se iluminan todas las luces, todos los fuegos y claridades que iluminan nuestra existencia.
Es la hora en que cada uno de nosotros vuelva a acoger al Espíritu de Dios, precisamente cuando el mundo se ha vaciado de las profundidades de Dios y se ha llenado de su propia nada. El Espíritu revela al hombre su propia medida: le dice que no es barro si admite en él el espíritu y se deja dirigir por él, pero que vuelve al barro cuando vive según las obras de la carne y del mundo. Por eso necesitamos el espíritu de inteligencia y sabiduría para saber discernir que el aliento de vida que Dios insufló sobre nosotros depositó también un alma espiritual, a fin de que el hombre tuviera la capacidad de acoger en él la semejanza con Dios y llenar su vida con obras que correspondan a esa semejanza.
Es la hora del Espíritu que viene con sus dones de prudencia y discernimiento, de consejo y valentía, de ciencia y temor del Señor”, a nosotros que nos creemos en posesión de todos los saberes y poderes. La hora del Espíritu que “todo lo sondea, incluso lo profundo de Dios”, y que “nos ha dado inteligencia para que conozcamos al Verdadero” y lo verdadero (1 Jn,5). De ese ‘Espíritu de la Verdad’ del que Jesús dijo: “Él os enseñará y os iluminará acerca de todas las cosas” (Jn 14, 26); de manera que “cuando Él venga os guiará hasta la verdad plena” (Jn 16, 13).
Necesitamos esta luz del Espíritu que nos confirme en la fe frente a las incertidumbres y las sombras que nos envuelven cada vez más densamente, como comprobamos en torno a nosotros y muchas veces en nosotros mismos. Sombras que oscurecen no sólo nuestra fe, sino las convicciones morales y humanas que han sostenido nuestra existencia personal y colectiva. Sombras que se alimentan de esa actitud que, mientras nos lleva a acoger todas las falacias que fabricamos los hombres, nos induce a negar la palabra de Dios, los principios de la ley natural o las afirmaciones procedentes de la recta razón.
Es la hora de alcanzar ‘un mismo e idéntico Espíritu’ (cf 1 Cor 12, 4) en todos los hombres para ‘que todos seamos uno’, no bajo el efecto de una globalización que nos va a unificar bajo poderes y leyes que intentan borrar todos los rasgos espirituales del hombre y someternos a un despotismo nunca hasta ahora conocido, sino del Espíritu de Dios, derramado en todos desde los orígenes de la humanidad, el que da alma y unidad a todos los hombres, hechos hijos de Dios, no hijos del Estado o de los Gobiernos de este mundo.
“Todos los hombres”, dice con fuerza San Pablo (1 Cor 12, 13), todos los pueblos y razas, “han sido bautizados en un mismo Espíritu para formar un solo cuerpo. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu”. Hemos bebido, y podemos hacerlo sin medida, hasta saciarnos, porque “el que crea en Mí, de sus entrañas manarán corrientes de agua viva”.
Después de milenios de historia casi todo necesita ser rehecho a través de una nueva creación que nos devuelva el mundo y el hombre que salieron de las manos de Dios; algo que dé realidad a la promesa que anuncia la llegada del hombre, de la tierra y del cielo nuevos; el Espíritu que purifique el mundo, que fecunde lo que ha quedado árido y devastado, y que renueve la faz de la tierra.
Por eso, todos nosotros debemos elevar hacia Él un clamor de corazones y de voces que aceleren la hora en que un nuevo vendaval de su viento y de su fuego limpie la atmósfera del mundo, y la de nuestros propios corazones, a fin de que el espíritu del Señor llene de nuevo y ‘renueve la faz de la tierra’, degradada no sólo espiritualmente por el pecado y el olvido de Dios, sino incluso biológicamente por la actuación insensata de los hombres.
Esta es nuestra oración, con María y con la Iglesia, para acelerar la hora de ese nuevo soplo, de ese huracán del Espíritu de Dios sobre el mundo, que nos devuelva a Dios como ley primaria de la historia y a Cristo como centro de convergencia de todas las cosas.
En este día en que tiene lugar esta efusión del Espíritu de Dios y de Jesús sobre sus apóstoles y discípulos, la Iglesia nos pone en presencia de la ‘acción católica’ y del ‘apostolado seglar’ que cada uno de nosotros estamos llamados a poner en práctica de acuerdo con nuestra condición de discípulos de Cristo y testigos del Evangelio. No se nos ha dado la fe para que duerma en el fondo del corazón sino para que vibre en nuestra vida e ilumine todo nuestro entorno. Porque no somos cristianos anónimos, sino lenguas de fuego del Espíritu en medio del mundo.