Queridos hermanos concelebrantes y monjes de las comunidades de Santa María de El Paular y Santa Cruz del Valle de los Caídos, recordando también hoy a los monjes de Santa María de El Parral que no han podido venir; hermanos todos en el Señor:
Las ocasiones en que los monjes de las comunidades mencionadas nos podemos reunir son siempre motivo de alegría, porque nos permiten confraternizar en nuestro ideal común de servir y seguir al Señor en el camino de la vida monástica, nos posibilitan alentarnos mutuamente en medio de las dificultades sufridas y de un modo especial ante la crisis de vocaciones del mundo occidental de hoy, y nos deben encender en el amor de Dios y de la Santísima Virgen, que es la que nos sostiene como Patrona singular en los tres lugares. Ella, la Madre de Dios y Madre nuestra, la Madre de la Iglesia y Reina de todos los monjes, es nuestro modelo más perfecto de seguimiento de su divino Hijo en la vida consagrada. A Ella, en este tiempo pascual, la invocamos particularmente como Reina del Cielo, que se alegra con la Resurrección de Cristo y nos transmite a nosotros esa misma alegría pascual.
Con el ejemplo de María, los monjes debemos ser portavoces de la alegría pascual. No en balde se ha dicho: un santo triste es un triste santo. Si nuestro ideal es la santidad, es decir, vivir las virtudes cristianas ejemplarmente e incluso en grado heroico, y si la santidad es reflejo de una vida inmersa en Dios y embebida de las realidades sobrenaturales, hallaremos ahí precisamente la fuerza y la alegría. Aun en medio de las dificultades y de los padecimientos, la presencia de Cristo vivo y resucitado entre nosotros siempre tiene que ser motivo de alegría. María enseñó a los apóstoles a mantener la llama de la esperanza después de la Pasión y la Muerte de su Hijo: cuando todos se vinieron abajo y sintieron el fracaso y la frustración, Ella sostuvo la fe y la esperanza de la Iglesia. Por eso Ella sería también la primera en alegrarse ante la Resurrección de su Hijo, porque fue la única que había permanecido firme en la convicción de que esto sucedería, como así fue.
Las muchas dificultades por las que hoy atraviesa la vida religiosa y que palpamos de manera evidente en cada una de nuestras comunidades día a día, no deben permitir que desaparezca o decaiga una profunda vida interior, de oración, de trato íntimo con Dios. Si esta raíz fundamental desaparece, entonces sí que vendrá el hundimiento absoluto. Pero si nuestra vida está firmemente arraigada en Dios y sólo en Dios y además se encuentra sostenida por María, no sólo permaneceremos fieles dentro de los planes que la Providencia pueda tener sobre nosotros (sean los del aparente éxito o los del aparente fracaso desde el punto de vista humano, que eso no importa), sino que además viviremos todo el acontecer de nuestra vida monástica con alegría, con esa alegría pascual que nace de la conciencia de la presencia real de Cristo resucitado entre nosotros.
María es nuestra luz, es nuestro faro, es la estrella que ilumina nuestra navegación por este mundo. Al pie de la Cruz, Ella ha permanecido fiel; tras la Muerte de su Hijo, Ella se ha mantenido en la fe en su Resurrección; después de su Resurrección, Ella ha alentado la vida de la Iglesia naciente y ha recibido junto con toda la Iglesia, como Madre de la Iglesia, la fuerza y el aliento vivificante del Espíritu Santo, quien ha estado siempre unido estrechamente a Ella desde su Inmaculada Concepción y de un modo especial desde que acogió el plan divino sobre Ella para convertirse en la Madre de Dios.
Acudamos, pues, a María como puerto seguro, donde, bien amarrados a Ella, las tormentas de la vida no nos podrán hundir y, una vez superadas, podremos volver a navegar por los mares que desee su Hijo, Nuestro Señor Jesucristo.