Nos reúne hoy la memoria y la veneración de la Virgen María al celebrar su Inmaculada Concepción.
María es la imagen de la criatura original, del ser humano que modelaron directamente las manos de Dios, la imagen del hombre cuya efigie perfecta debía reproducirse en toda su descendencia. Una efigie que era imitación de la de Dios, hecha a “imagen y semejanza” de Él. La perfección de María es sólo inferior a Dios. No sólo fue perfectamente pura, sino que poseyó todas las excelencias espirituales y humanas en el máximo grado que correspondía a la que fue exenta de pecado y destinada a ser Madre de Dios. Es un privilegio exclusivo, como fue exclusiva su misión. Por eso, el mundo cristiano la celebra y la ama, porque contempla en Ella a la que Dios quiso hacer la “llena de gracia”.
Son palabras que nos ponen a nosotros en presencia de lo que es también esencial en nuestro destino humano. Lo que a nosotros nos define en nuestra condición de hombres, por encima de cualquier otro rasgo, es la participación en la naturaleza divina, es decir, en esa misma gracia de la que María fue dotada en plenitud. La gracia designa lo más sobrenatural y al mismo tiempo lo más humano que hay en nosotros, porque ella es la que da su plenitud a la humanidad que poseemos. También a nosotros la gracia nos llena de Dios y de nosotros mismos; es ella es la que nos constituye en nuestro ser. Por tanto, es lo esencial y lo más precioso que poseemos, y por eso nos despojamos de nosotros mismos en la medida en que nos privamos voluntariamente de esa gracia que nos permite participar en el propio ser de Dios.
Esta participación en Dios es el origen de nuestra vida y en ella se encuentra la premisa conforme a la cual hemos de modelar nuestra existencia. Esa premisa no es muy distinta a la que configuró el camino de María. A todos nosotros se nos han dicho palabras que nos ponen en un plano muy similar al suyo. También nosotros hemos sido elegidos en Cristo para ser “santos e inmaculados ante Él por el amor” (Ef, 1, 4), para ser ‘santos y perfectos como Dios, como vuestro Padre, es santo y perfecto’, para ‘caminar en su presencia’ y ‘hacer su voluntad’, según expresiones de la Sagrada Escritura. Y de una manera todavía más semejante a María, somos llamados a engendrar, a hacer crecer a Dios, a formar a Cristo en nosotros, a ser portadores de Dios y templos suyos. Y como Ella, a realizar fielmente la misión para la que hemos sido convocados. El bautismo nos ha hecho llenos de la gracia, en proporción a la importancia de esa misión.
Como sucedió de manera ejemplar en María, la sabiduría de la existencia consiste en saber vivir de una forma grata a Dios, que no es otra cosa que vivir en semejanza con Él y por tanto en armonía con Él y con nosotros mismos, porque nunca damos la medida de nosotros mismos, sino cuando permitimos que el proyecto de Dios sobre nosotros marque de manera determinante nuestra vida. Esto es lo que quiso decir María cuando se declara la esclava del Señor, cuando acepta someterse al designio de Dios sobre Ella. Pero entonces este sometimiento se convierte en la máxima elevación, para Ella y para cuantos aceptan la soberanía de Dios en su vida.
Declararnos esclavos, siervos de Dios, no es otra cosa que aceptar la realidad primera del hombre: nuestra dependencia del Ser Supremo, de Aquel que es nuestro Creador y Señor. Pero la aceptación de esta dependencia no es una dimisión o renuncia de nosotros mismos. Es la posibilidad alcanzar una conciencia lúcida de nuestra realidad, de que no somos más que una criatura salida de las manos de Dios, y que nuestra vida no puede sino estar totalmente orientada a Él, sometida a su designio, de manera que en nosotros, como añade María, se cumpla su voluntad: “hágase en Mí según Tu palabra”.
Pero es este reconocernos servidores del Señor lo que constituye nuestra auténtica libertad, nuestro señorío, la máxima grandeza humana, porque nos sitúa junto a Dios y nos hace participar de su propio señorío, compartido por los que Él hace hijos de Dios. Nunca el hombre hará un gesto de humildad y de verdad mayor que este, que sin embargo lo enaltece tan por encima de sí mismo. Este reconocimiento es el que nos eleva a la máxima dignidad y capacidad liberadora de nosotros mismos. Porque el hombre nunca es más libre que cuando se encuentra en la proximidad de Dios, a la sombra de su sabiduría, de su poder y de su amor.
Si el destino de Adán fue el de mantenerse en la perfección que se derivaba de la imagen divina impresa en él, el nuestro es el de tender a recuperarla en el espacio de nuestra vida. Conservamos intacta esa imagen, aunque oscurecida por la primera negación que hicimos de ella en el pecado original. Por eso, la existencia humana se ha debido convertir para todos en una empresa de rectificación y reconquista.
Dios nos ha hecho a su imagen, no a la nuestra, en la que reflejamos unas ideas y tendencias que evidencian nuestra condición caída y nos llevan a alargar las distancias con Dios. Frente a ello la pureza de María es la memoria de la que Dios nos regaló originalmente y a la que vinculó todo lo que fue el regalo de Dios a su criatura. En este sentido, la recuperación plena de nuestra imagen divina es la condición para el rescate de nuestra verdadera plenitud humana.
La fiesta de la Inmaculada se sitúa en el tiempo de Adviento, que evoca el intento de Dios por liberar al hombre de su falsa imagen y restituirle la auténtica. Por eso, con la liturgia de este tiempo, esperamos que ‘El nos instruya en sus caminos y marchemos por sus sendas’, y con Ella pedimos que en esta “tierra desolada y vacía” (Gen 1, 2) Él venga a restaurar la obra de tus manos’ , y a llenarla con el resplandor de su gloria.
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En este día en que nosotros veneramos a María como nuestra Madre y Patrona de España, pedimos que nos bendiga, y que proteja a la Nación que más gloria le ha dado, para que, por su intercesión, vuelva a la obediencia de su Hijo, único Salvador y única Libertad de los hombres.