“Toda hermosa eres María, y en Ti no hay mancha original”. Así la han proclamado siempre sus hijos. Es una de las expresiones con las que el pueblo cristiano ha manifestado su amor y admiración por María. En ella ha contemplado la máxima expresión de la raza humana, a continuación de Jesús, y la ha considerado ‘el honor’ de nuestro pueblo. No sólo por las magnificencias que Dios ha volcado sobre Ella, sino por las que Ella ha devuelto a Dios. Por ello, es espejo de Dios y de los hombres, de la santidad, del amor, de la belleza suprema.
Toda hermosa eres, María; signo de la hermosura con la que el hombre salió de las manos de Dios, de la perfección casi angélica y casi divina que le había sido destinada, pero que nosotros truncamos entonces y arruinamos hoy cuando pretendemos alcanzar esa perfección al margen de Él o contra Él.
Lo único que puede ser considerado auténticamente humano, y así lo han valorado hasta ahora las generaciones que nos han precedido, es lo que refleja a Dios y su imagen en nosotros. El verdadero valor del hombre es su cercanía a Dios, el caminar en compañía de Dios (como Noé y los patriarcas), recorriendo el trayecto trazado por Él: para cada individuo y para la generalidad de los hombres.
Este fue el camino de María. Por eso pudo decir: “el Poderoso ha hecho obras grandes para Mí”, como las había hecho en el primer hombre y mujer, y las hace en cada uno de nosotros. Estas ‘obras grandes’, hechas por Dios para nosotros y que nosotros estamos llamados a realizar para Dios, son las que elevan al hombre con la única grandeza valiosa, la única que nosotros debiéramos valorar; el resto es un espejismo, como todos los que venimos fabricando. restaurar_x000D_ Por el contrario, María se declara la esclava del Señor y pronuncia su fíat: hágase en Mí, y tiene lugar en ella la concepción de Jesús. Es la respuesta espontánea de la criatura, el gesto natural y habitual de quien sabe que la única actitud razonable de cada ser humano radica en saberse totalmente criatura de Dios, en colaborar en su voluntad sobre nosotros.
Una voluntad que consiste en desarrollar la imagen de Dios y la vida de Cristo en nosotros, y de esa manera hacernos capaces de engendrar también en nosotros a Jesús. Algo que si para María supuso la llamada a colaborar con su Hijo en la restauración de esa imagen y de esa vida en nosotros, también nosotros, que somos portadores de esa imagen restaurada, hemos de contribuir a rehabilitar en los otros.
Inmaculada desde su concepción, Ella fue liberada del pecado original y de los pecados propios pero no de los ajenos. Como su Hijo, también ella cargó, en la medida prevista por el designio de Dios, con los pecados de todos. Fue libre de los propios para ensanchar su capacidad de acoger los ajenos: para interceder y expiar por ellos.
Ella estuvo junto a la Cruz para presentar a su Hijo las culpas que debía redimir con su muerte, y para asumir su parte en esa acción destinada a aplastar la cabeza del autor del pecado y de la muerte. Así estaba previsto, pues como afirma la liturgia de este día y la teología de la Iglesia al explicar la participación de María en el misterio de la redención, “el que podía hacer todas las cosas de la nada no quiso rehacer sin María lo que había sido manchado. Por eso, Ella es Madre de las cosas que han sido devueltas a la vida, la Madre a la que se debe su restauración” (S. Anselmo).
María fue entonces, y es siempre, la precursora del que es, del que viene y del que ha de venir, en el curso del tiempo y al final del mismo, según ese anuncio reiterado que multiplican la palabra de Dios y de la Iglesia en la liturgia de este tiempo de Adviento, a pesar de que algunos crean que Él, Jesús, ha cumplido ya su ciclo y que ya no hay razón para ningún nuevo regreso suyo, ninguna posibilidad para un nuevo futuro de Cristo, sino sólo para el del hombre, convertido en centro de sí mismo y de su historia.
Sin embargo Él, Cristo, es el único verdadero contemporáneo: “Yo soy el primero y voy a ser el último”. Yo soy la fuente de lo único que es actual: lo que está injertado y unido a Aquel que, en cada momento, hace nuevas todas las cosas.
María nos está repitiendo, junto con toda la Iglesia, que Ella misma es la figura del ser nuevo que está en camino, del hombre original que vivía en comunión con Dios y que está llamado a recuperarla para rescatar el único verdadero sentido a su existencia.
La suya (la de María) es hoy la voz que grita en el desierto: preparad los caminos del Señor, allanad sus senderos, para que se ponga en camino un pueblo justo, que ama su Ley y que glorifica al Señor. Ella grita en el desierto de nuestro tiempo para hacernos ver que no estamos viviendo en el paraíso que hemos creído construir, sino en una tierra de sombras, salvaje e inhóspita, sedienta de Luz, de Verdad y de Gracia. Ella va delante del Señor y, como nuevo profeta de los tiempos nuevos nos dice, sobre todo en este tiempo de Adviento: “mira a tu Dios que viene a ti para salvarte”.
Pidámosle que los prepare también para España. Ella es nuestra Patrona y debemos invocarla también como nuestra Reina: Reina de España. Pongamos en sus manos nuestra patria: su paz y prosperidad, su unidad y su fe, el reencuentro consigo misma, a fin de que el espíritu y el alma de nuestro pueblo vuelvan a beber en las fuentes que lo han nutrido secularmente. Fuentes que han sido y son el amor a Cristo y a María.