Desde tiempos muy tempranos en su historia, la Iglesia celebra en esta fecha la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, en memoria de su descubrimiento en Jerusalén por la madre del emperador Constantino, Sta. Elena. La Iglesia venera esta Cruz en el árbol material con que fue confeccionada, y también como el símbolo de la redención del mundo. Pero es notorio que en muchos sectores de lo que fue la antigua sociedad cristiana esa veneración se ha desvanecido o se ha convertido en oposición a cuanto ella significa.
En realidad, hemos dejado de venerar la Cruz porque no nos sentimos ya concernidos por ella, ni nos interesa cuanto representa en la historia de Dios y del hombre, a pesar de que en ella se encierran todas las claves del amor y de la sabiduría que el mundo necesita para su salvación. Hoy volvemos a saber lo que significa la necesidad de ser salvados, porque tenemos conciencia de la devastación creciente que nos envuelve. Nos alejamos de esa Cruz que, sin embargo, expone el misterio de Dios y del hombre. En ella leemos la actitud que el hombre opuso a Dios y la respuesta que Dios contrapuso al hombre: a la transgresión y a la ruptura Él responde con el perdón y la reconciliación al precio de la sangre y de la muerte del propio Hijo de Dios.
Por eso, el hombre necesita inexcusablemente mirar hacia la Cruz para conocer su propia realidad y para reconocer al que en ella quiso restaurarla en su verdad original. En ella está la palabra decisiva sobre la dirección que deben tener los actos humanos y sobre el juicio que Dios hace sobre ellos, el único que al hombre le importa tener en cuenta, porque es el único verdadero, y porque de él depende la suerte presente y futura de todos.
Ese juicio nos pone ante la realidad de un hombre que ha abandonado el seno materno que es Dios, que se ha salido de su historia, de su camino y de su destino, y que ha invertido las direcciones y los proyectos de su vida, a pesar de que no podían ser los que él mismo se asignara sino los que han sido establecidos por el Creador. Ocurrió así desde el principio: “Toda carne había extraviado su camino” (Gen 6, 5), o como advierte el profeta: “las naciones se fatigan en balde” (Hab 2, 13).
Esto es lo que nos explica la Cruz. En ella Cristo no hizo solamente un juicio y llevó a cabo una salvación, sino que desde ella nos repite sin descanso que el Creador nos ha dejado un depósito de principios, de moralidad, de justicia, de racionalidad y de verdad para orientar los diversos modos posibles de vida y dar la forma apropiada a la existencia humana. Y ello, en paralelo a que sucede en el mundo natural donde todo responde exactamente a sus leyes y a sus fines.
La cruz se erige ante nosotros como la palabra definitiva de Dios sobre el contenido, el valor y la responsabilidad de la vida humana. En ella, de manera definitiva, Dios se pronunció de nuevo, como al comienzo de la historia, acerca de la absoluta seriedad de los compromisos y tareas que el hombre asume en el tiempo de su existencia. Desde ella le muestra el precio que Dios ha pagado por ese desvarío reiterado, pero también el que el hombre tendrá que pagar si no rectifica eficazmente esas desviaciones. Porque la Cruz que Dios hizo recaer sobre el Inocente recaerá sobre los culpables si no volvemos a la sensatez y a la obediencia debidas a Él.
Si lo consideramos desde la perspectiva de la Cruz, hoy podemos constatar que lo que está en crisis no es tal o cual dimensión de la existencia humana, sino las bases mismas de la vida colectiva y de los individuos. Perdido el sentido de lo esencial, de los valores y objetivos fundamentales, perdemos también el sentido de la realidad y la dirección del acontecer de la evolución humana. Lo cual es patente también para nuestra propia sociedad española. Por eso, mientras España no ponga en orden sus cuentas (y sus deudas) con Dios le va a ser muy complicado ajustarlas con sus vecinos y con ella misma. Y lo mismo les va a ocurrir a todos esos vecinos nuestros.
Cristo sigue siendo la fuente del único orden auténticamente humano, en el que se encuentra la norma del comportamiento personal y social en todos los niveles de nuestra actuación. * Él es el brazo fuerte que ha realizado las obras de Dios pero al que nosotros queremos sustituir por el poder de nuestro ingenio y de nuestra fuerza ** cuando intentamos edificar sin Él la ciudad de los hombres, a pesar de que sabemos: “si no es Dios quien construye la ciudad, en vano se cansan los que la edifican”
Ciertamente, el hombre vive en el mundo pero no vive sobre él, como si fuera su señor absoluto. Es su huésped pasajero, al que se ha dado la tarea de regirlo y disfrutarlo, pero con estricta sujeción al orden de la creación y al ecosistema espiritual, o más exactamente divino, previsto por Dios. Igualmente, el mundo puede ser marcado con la firma del hombre, pero sin que ella borre el nombre de Dios, ni intente imponerle la marca de su soberanía, ni establecer por sí mismo las líneas maestras de la evolución humana. Ese parece que es su empeño. Pero el silencio del hombre sobre Dios anula la eficacia de todos sus discursos y empresas.
Nosotros hoy, al pie de la Cruz más impresionante del universo, tenemos que recordar que la realidad de la Cruz es la consecuencia y la denuncia del máximo error humano, que no estamos eliminando sino prolongando y acrecentando. La consecuencia es que el mundo se eclipsa espiritualmente. La luz del sol ya no sirve para conducir nuestros pasos. Sólo la Cruz ilumina ahora nuestro camino entre las tinieblas. Pero volvemos a escuchar: ‘Con esta señal venceréis’.
(*“Fuera de Él nadie puede poner otro fundamento” (1 Cor 3, 11 ), “ni se nos ha dado otro Nombre en el que podamos ser salvados” (Hch 4, 12), ni en la eternidad ni en el tiempo. Los poderes humanos, sean de la naturaleza que sean, son absoluta impotencia ante Él: “Él desbarata las naciones, frustra los proyectos de los pueblos”. Porque sólo “a Él le ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra” (Mt 28 8), en la que “todo ha sido creado por Él y para Él, y en la que todo se sustenta en Él” (Col 1, 17). Por eso, Él es el principio de toda verdad, de toda rectitud y justicia. Por eso, “Él es nuestra paz “ (Ef 2, 14). )
** (Ahora bien, “si Dios no construye la ciudad, en vano se cansan los que la edifican” (Sal 26, 1). ) Nosotros intentamos…
Nosotros hoy, al pie de la Cruz más impresionante del universo, tenemos que recordar que la realidad de la Cruz es la consecuencia y la denuncia del máximo error humano que no estamos eliminando sino prolongando y acrecentando. Sin embargo, desde ella seguimos escuchando el mensaje: “Dios ha reinado desde la Cruz”; desde ella “Dios anuncia la paz a su pueblo”. Y (se) nos recuerda: