Hoy toda la Iglesia celebra la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, una expresión que alude a la gloria de la Cruz de Cristo, en la que tuvo lugar una muerte transitoria y una victoria definitiva sobre la misma muerte, tanto en su dimensión espiritual, el pecado, como física. Así fue y así serán todas las que los hombres decidamos imponer a Dios: fugaces y simbólicas, porque Dios sólo muere una vez (cf Rom 6, 8). Pero la cruz no es sólo el símbolo de un acontecimiento pasado, sino una realidad presente de otra forma. En ella sigue muriendo Cristo, aunque nadie puede amordazar su memoria, su palabra y su obra, y menos aun el amor que le abrazó a ella y a la humanidad.
Mucho menos, nadie puede anular la expectativa de su resurrección en el presente, como nadie pudo sospechar ni impedir la primera, aunque hoy volvamos a repetir: “que Su Nombre no se pronuncie más” (Jer 11, 19), y nos parezca que hemos echado el sello definitivo a su tumba. En realidad, quien hoy está en agonía no es Cristo, sino el mundo. Y lo está precisamente porque hemos eliminado la eficacia de ese signo de salvación y de reconstrucción de lo humano, y hemos silenciado la voz del que ha pronunciado las únicas palabras de verdad que se han escuchado en la historia.
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Han sido las palabras de quien es Cabeza de la Humanidad, y en Quien serán recapituladas todas las realidades de la tierra y del universo. Él representa la humanidad de todos los tiempos. Ninguna otra Voz volverá a resonar en ellos, ni habrá ninguna humanidad distinta a la que Ella inspiró. La humanidad sucumbe cuando apaga la luz y el espíritu que le han dado vida. En ellas está la fuente que todavía sostiene la vida de este mundo, y de la que brota el manantial de la vida eterna.
“Dios reina desde la Cruz”, proclama la Iglesia en un texto litúrgico, pero nosotros respondemos como en el pasado: “no queremos que Éste reine sobre nosotros” (Luc 19, 14). Nosotros queremos construir el hombre y el mundo nuevos desde unos cimientos nuevos, hechos a nuestra imagen. Es el proyecto por el que viene trabajando desde hace mucho tiempo la nueva sociedad. Pero esto significa la insurrección, a la vez, contra la soberanía de Dios y contra la realidad el hombre. Contra su deber y derecho de vivir en armonía con el Creador, consigo mismo y con los demás hombres. Es una sedición que repite el “no serviré” de Luzbel, para el que sólo hay la respuesta con la que aquel grito fue respondido: “quién como Dios?”.
Pero después de haber sustituido, supuestamente, a Dios y al hombre, nos estamos aplicando a transformar, mediante lo que llamamos ideología de género, nuestro espacio natural, en el que hasta ahora hemos reconocido la huella divina. De hecho, se está escenificando la elevación del mundo a nueva divinidad y la supremacía en él del oponente de Dios. Se pretende convertir a Dios en la idea de lo antihumano, y la naturaleza creada por Él en lo más opuesto a nuestra naturaleza. El orden racional y moral que llamamos orden natural es rechazado como opuesto a nuestra realidad.
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El mundo concebido por Dios ha seguido, así, su mismo destino. Separado de Él y entregado a su propia dinámica, es conducido por leyes sin ley, es decir, por fuerzas ciegas y decisiones arbitrarias, que empujan a un transformismo delirante de las nociones más axiomáticas, justificado en que las concepciones del pasado son producto de una historia embrionaria. Entonces el hombre se dedica a jugar con la naturaleza, a inventarla e invertirla. Declara así su señorío sobre ella, tratando de imprimir en la misma el signo de este hombre nuevo, lo que, en realidad, conduce a la abolición de la civilización mediante un juego descerebrado.
Pero este hombre ya no es el hombre, ni mucho menos el superhombre, porque ningún sello que no refleje en él la efigie de Dios le dará una realidad distinta a la que ha sido grabada en él. Ni la constitución ni la biología del hombre no queda bajo su dirección de manera que pueda alterarla, manipularla o degradarla, sino sólo para ponerla al servicio de las leyes que determinan su naturaleza. No hay odio en respetar esa naturaleza. El odio aparece más bien en el intento de abolir el orden establecido por Dios, en el que se expresaba Su primer gesto hacia las criaturas, obras de Su amor. Esa naturaleza que hemos recibido y vivido no es la obra del odio, sino del amor. No ha sido una obra contra el hombre, sino la obra de quien es el Padre y el Creador.
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Por otra parte, el género y la naturaleza, que hoy sonprioritarias en esta fase final de la revolución en marcha, no son materia de ideología, no son algo que se pueda descomponer o reconstruir o interpretar a nuestro arbitrio. Todas las cosas reciben un ser, no forjado por sí mismas, y en el que subsisten. Como ocurre con la familia, que es el modelo de comunión sobre el que se evalúan todas las relaciones humanas. Son realidades troncales, acabadas, inalterables; no se juega con ellas porque nos gusten o disgusten; ellas son el soporte del mundo que habitamos. El orden natural es la impronta de Dios en la naturaleza, como la gracia lo es en el orden del espíritu.
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Cuando esta realidad se invierte entramos en una desintegración vertiginosa, y nos entregamos a una fiesta iconoclasta. Por eso, en este empeño por construir un hombre y un mundo nuevos estamos abatiendo los fundamentos de la tierra y del hombre. Fundamentos que reposan en el Verbo de Dios, en quien fueron creados los cielos, la tierra y el hombre, y para éste la Palabra y el Pan de la Vida, la Ley divina y natural, la Gracia. Dios y todo lo que le atañe, está siendo reducido a subcultura, una subcultura que ésta elevada al prestigio máximo de nuestro tiempo. Para preservar la soberanía de nuestra la libertad hemos anulado la voluntad divina, el deber ser, la verdad, el bien común, la sensatez y la prudencia.
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Por lo que a nosotros atañe, (a España), lo que hemos ganado no es la libertad. Porque vivimos en el reino de la mentira, consagrada como ideología nacional, destinada a nutrir la nueva sabiduría de los españoles, obligados a convivir en una España entregada a la mentira, a la amoralidad y a la irracionalidad.
Lo que hoy guardan todavía en su corazón muchos españoles mientras pasa esta hora entregada al poder de las tinieblas, tendrá el renacimiento que corresponde a lo que no pasa, porque tiene su origen en Dios y en el ser original del hombre. Los sobresaltos externos no deben perturbar la serenidad interior con que esperamos la hora de la Verdad, la hora del Resucitado, de Aquel cuya Cruz aparecerá en los cielos cuando venga a decir Su palabra sobre la historia humana.